domingo, 16 de agosto de 2009

CAPÍTULO 20





No entendí por el portero eléctrico quién era. Sólo escuché Ortiz y algo más y la dejé pasar. Pero en cuanto abrí la puerta del departamento y la vi acercarse supe que era ella. Sus ojos son más claros que los tuyos pero tiene tu mirada tierna y atenta, como un ventanal abierto a la comprensión del universo circundante.
Ariadna... tu nieta.
Gustavo querido. Gustavo mío. Perdoname. Perdoname por desconfiar de tu integridad, de tu hombría, de tu amor. En ningún momento imaginé...
¿Cómo podía imaginarte de otro modo que no fuera repleto de vida, fuerte, entero, después de esos cuatro días maravillosos durante los cuales no vi en vos siquiera un rasgo de debilidad, un signo de flaqueza?
Cómo suponer entonces que a la madrugada, horas después de nuestro regreso de Iguazú, ibas a sufrir ese dolor en el pecho que a duras penas te permitió llamar a Gus.
Ariadna me lo contó. Sentada a mi lado mientras yo me iba desmoronando lentamente y la miraba a través de una cortina de llanto espesa e interminable.
Paso a paso fui enterándome de todo: la llegada de Gus a tu casa casi al mismo tiempo que el servicio móvil de la unidad coronaria, las maniobras de resucitación, la inmediata internación, el intento del by-pass... y el no va más irreductible en el quirófano, tu corazón rendido en medio de una batalla estéril por salvarte.
Perdón, querido mío. Pensé que te habías burlado de mí, cuando sólo tuviste para conmigo pensamientos amorosos.

Qué injusta es tu partida, Gustavo. Qué difícil me resulta aceptarla.

¿Por qué Dios permitió esto? ¿Por qué no nos concedió un tiempo para vivir nuestro amor plenamente como queríamos, por qué nos negó la dicha cuando nuestros sentimientos eran puros, sanos, y sólo aspirábamos a dar y a darnos el uno al otro?
No nos merecíamos esto, no merecías vos esta muerte temprana ni merecía yo que te arrancara de mí con tanta crueldad.
Pero aunque este dolor me parta en mil pedazos, doy gracias por haberte conocido: por vos supe lo que es ser mujer de un hombre, reconocer mi femineidad en tu mirada, prolongarme en el otro.
Mi amor, mi único amor.
Esos cuatro días de felicidad valieron una vida.
Y lo último que escribiste en tu diario es la mejor prenda de amor que podías dejarme. Ariadna lo imprimió y me lo trajo:

Acabo de dejar a Marta en su casa. Hemos vivido unos días maravillosos. La amo y me ama. Mañana voy a llevarla al Rosedal y le pediré que sea mi esposa. Soy feliz.

Claro que sí, Gustavo. Te amo. Y eso me hace feliz aunque el dolor de no tenerte ya me devore la vida que me queda.

Te amo, querido.


**********


Hace un rato hablé con Isabel y le conté todo.

Tampoco ella se había enterado. Es que apenas regresó de París tuvo una gripe terrible que la obligó a estar en cama durante varios días, y no tuvo contacto con ninguna de sus relaciones de los tribunales.

Se ha quedado muy mal: le tenía cariño a Gustavo y ni imaginaba este amor enorme que había nacido entre nosotros en este tiempo.

No te dejes abatir, me dijo. Estoy abatida, le contesté.

Ayer ha estado Ariadna de nuevo en casa. Es una chica increíble. Dulce, tierna. Y muy bonita. Con un pelo rubio que le cae más allá de los hombros como una lluvia de trigo. Y la mirada de Gustavo.
Poco rato antes me ha llamado su padre por teléfono para explicarme que accedieron a la computadora de Gustavo con la intención de revisar datos que fueran de interés para la familia, fechas de pagos, anotaciones bancarias, etc. Ariadna detectó el diario que llevaba su abuelo y si bien él le indicó que no leyera algo que era estrictamente personal y que implicaba invadir su intimidad, la chica no pudo evitar hacerlo buscando en esas líneas la voz de Gustavo, sus inteligentes reflexiones -que tantas veces le había escuchado- y especialmente las cosas que podía haber dicho sobre ella.
Ese diario ha conmocionado a toda la familia, por el amor que Gustavo reflejó al aludir a cada uno de ellos.
Así supieron de mí, y enseguida pensaron que era muy probable que ignorara lo sucedido.
Ariadna decidió por sí sola venir a contarme, después de encontrar mi domicilio y mi número telefónico en la agenda de su abuelo.
Ayer me trajo las fotografías de Iguazú que Gustavo tomó con su cámara.
No las he visto aún. No las veré por un tiempo. Las conozco muy bien, las he vivido y a cada momento vuelven una y otra vez a ocuparme.
Ariadna quiso regalarme una lapicera que Gustavo quería mucho y llevaba consigo todo el tiempo. La reconocí, y me saltaron las lágrimas. Le agradecí el gesto pero le pedí que la guardara ella: no necesito otro recuerdo de Gustavo ya que él mismo vive en mí como una llama inextinguible.

Andy estaba aquí cuando ella llegó: ha venido todos los días a acompañarme un rato.
Los chicos han simpatizado. A los pocos minutos estaban conversando como si se conocieran de años.

Ariadna comentó que desde que vio Pulp Fiction se ha hecho fan de Tarantino y tiene todas sus películas en DVD. Y Andy la invitó a ir al cine a ver de nuevo Kill Bill I y II. Han salido juntos.
Tal vez ...
Al menos estoy segura de que serán buenos amigos.

La vida discurre como debe. A pesar de la muerte de Gustavo, de este dolor incurable que me acompañará siempre. De este amor roto por una artera maniobra del destino.
Ahora no sólo amo lo que hago, lo que tengo, sino que amo lo que soy.
En el amor de un hombre me he encontrado.
Dentro de unos días viajaré a Colonia Illia y me quedaré con Ivonne alrededor de un mes.
La paz del lugar, la vida sencilla apegada a la naturaleza, el afecto de Ivonne y sus oraciones me ayudarán a rehacerme.
Al menos, lo intentaré.

Cierto, Gustavo. Lo conseguiré.


* * * * * * * * * * * * F I N * * * * * * * * * * * *

miércoles, 12 de agosto de 2009

CAPITULO 19




Hace unos pocos días mi planeta de vuelos sin horarios era redondo y perfecto, y todos mis sueños se desplegaban como bandadas de luz: la luz del amor.
Hoy, apenas con vida, estoy inerme, detenida en un pozo negro en el que sólo resplandecen los chispazos de la más inmensurable decepción.
¿Cómo pude ser tan tonta? ¿Cómo no me di cuenta que ese hombre al que ya ni siquiera puedo nombrar, no tenía otro proyecto para compartir más que un fin de semana con una mujer madura pero ingenua, a la que tuvo que fingir amor
para añadir a un paseo turístico un poco de sexo?
Caí como una tonta. Creí. Y no puedo perdonármelo. Debí saber que a estas alturas no hay hombre que desee comprometerse con una mujer para estar juntos, amarse, enlazar sus destinos y gozar y sufrir y caminar de la mano por todos los territorios imaginables de la dicha y de la desdicha.
Cuánta razón tiene Isabel. Después de Aníbal me parapeté en la soledad para criar a mis hijos y no pude ni quise relaciones superficiales. Pero ella me lo dijo siempre: hay que tomar lo que viene, disfrutarlo y después... a otra cosa. Yo soñé con el amor. Con esa suma de hombre y mujer en las buenas y en las malas, para disfrutar de a dos de las dulzuras de la vida, y afrontar en yunta los vendavales. Para compartir la cama, la mesa, la mirada al mañana. Creí haberlo encontrado ahora. Y sólo hallé esta tremenda desilusión.
¿Cómo pudo haberme mentido tanto? Hasta me llamó por teléfono al poco rato de dejarme en casa, cuando volvimos de Iguazú: tierno, dulce, halagándome el oído con palabras que me alborotaron los sentidos, diciéndome lo mucho que iba a extrañar esa noche el no tenerme a su lado. Y yo le dije que mi cama iba a parecerme un desierto interminable al despertar sin sus caricias.
Cómo debe haberse reído. Qué avergonzada me siento ahora. Ultrajada: esa es la palabra.
Ha pasado una semana desde entonces y su silencio me pesa como una lápida de plomo. El muy hipócrita me dijo que al día siguiente iba a darme una sorpresa. ¡Vaya sorpresa! Le habrá parecido estupendo poner fin a la aventura de ese modo: dejándome con las huellas de su cuerpo en mi cuerpo y mi corazón al rojo vivo prendido de su amor, que no era amor sino una farsa despiadada.
Ni una llamada, ni una explicación, ni el coraje de decirme cara a cara que no me quería.
Me preocupé el miércoles cuando ya entrada la tarde no me había llamado e intenté comunicarme con él, pero no contestó en su casa y su celular estaba apagado. Esperé toda la noche despierta, segura de que se le había presentado algo urgente que atender: un problema de Gus o de su familia, un accidente, lo que fuera. Nada. Desistí de llamar después, no era razonable insistir cuando lo lógico era que se comunicara él. Dos veces pasé por la vereda de enfrente del edificio en el que vive: en su departamento había luz y el ventanal del living abierto, con las cortinas corridas, como a él le gusta. No necesité más para entender, aunque me costara. Seguro estaba ahí, orgulloso de su hazaña.
Y yo, destruída.
No puedo pensar. No puedo recomponerme. No puedo vivir. Ni siquiera he respondido a los llamados de Isabel. Ni a los de Diana. Apenas he hablado unas palabras con Marcelo, solamente para que no se le ocurriera venir a ver qué me pasa. No quiero hijos ni nietos ni amigas. Ni confesiones ni discursos. Ni aporreos ni lástima.
Hace una semana pensé haber asido la felicidad con mis manos, con mi boca, con mi alma.
Hoy no tengo más que un silencio hecho de niebla y de desesperanza.

sábado, 8 de agosto de 2009

CAPITULO 18




Recién llegué del fin de semana con Marta y vengo a escribir por pura necesidad de verter en la página esa sensación de calidez que me acuna el corazón, ese alborozo de la mente donde aletean, alegres e inquietas, las evocaciones de los últimos días.
¿Qué he de decir? ¿Qué cosas se dice uno cuando quiere ordenar los júbilos del alma, ponerles nombre, acomodarlos en un lugar preciso de la existencia donde pueda ir a buscarlos cuando los necesite?
Empiezo por reconocer que en esos días pasados en Cataratas de Iguazú me sentí pequeño y humilde frente a la grandiosidad de la naturaleza y a la magnitud de los sentimientos que me avasallaban. Así debe ser el amor, supongo: majestuoso, solemne, un imponente caudal de regocijo. Enmarañado en esta exultación de amar y sentirme amado, me noto exageradamente romántico y me siento un poco ridículo, pero encuentro justificación para ello: estaba desacostumbrado a ser feliz.
Un atardecer en que bajé antes que Marta y la esperaba en el bar, el empleado vino a atenderme y le respondí "Espero a mi mujer". Enseguida me sentí contento por haber dicho eso. Mi mujer. Es así que la pienso, es así que la siento desde que trillamos todos los caminos de nuestros cuerpos por conocernos, encontrarnos, descubrirnos. Y cuando habíamos develado los misterios de todas las encrucijadas de nuestra intimidad, nos inventamos de nuevo y renacimos inocentes y alegres de la celebración de la fiesta de amar.
Más que nunca me doy cuenta de cuánto me pesaba la soledad. Al morirse Eugenia sufrí como un desgraciado, sin embargo tenía que seguir respondiendo por mis cometidos, y el trabajo ocupaba mis pensamientos durante parte del tiempo. Además, quería mostrarme fuerte por dar a los hijos el ejemplo de cómo se enfrentan las adversidades. Después, cuando terminó mi relación con Isabel, volví a sentirme solo pero esa sensación era minimizada por un sentimiento de libertad que me resultaba placentero. Fue cuando me jubilé que miré a mi alrededor y me vi solo, miré hacia dentro de mí mismo y me reconocí desamparado.
De repente, como un milagro que no nos atrevemos a esperar, Marta llegó a mi vida, en el momento preciso, de la manera cierta, hecha de mi costilla. Mi mujer.
No le hablé de mis sentimientos, aunque no hice nada por esconder la conmoción que se alberga en mis sentidos desde que nos conocimos. No quise permitir que el entusiasmo que tenía me llevase a tomar actitudes precipitadas que le dieran la idea de que soy un hombre insensato e impulsivo en sus juicios y decisiones. Porque no lo soy y no quiero transmitir ninguna impresión que no sea absolutamente verdadera respecto de mi persona. Debemos querernos por lo que somos, ni uno ni otro tenemos edad para tropiezos en las piedras de la sinrazón. No hace mucho que nos conocemos y la experiencia aconseja discurrir con calma los caminos del presente para pisar en suelo firme en los del porvenir. Sin embargo, en mis adentros, pienso que existe un futuro para ambos.
Ahora que lo pienso mejor y puedo meditarlo, creo que debo hablar con Marta sobre nuestro futuro. No hay razón para retardar una conversación que probablemente nos tomará tiempo hasta alcanzar la convergencia de intereses que nos permitirá decidir si queremos envejecer juntos.
Mañana la llamaré tempranito y, si está disponible, por la tarde voy a buscarla para un paseo en el parque Lezama que debe de estar hermoso en este final de otoño. Quiero que caminemos juntos, tomados de la mano, conversando sobre nuestra vida de ahora en adelante, puesto que del pasado ya nos contamos casi todo y ambos sabemos de nuestras vidas pretéritas lo que merece la pena retener y lo que hay que olvidar.
Le diré que por mi parte estoy disponible para empezar a delinear los planes para nuestro futuro en común. Bien sé que a las mujeres esas cosas les producen una tremenda confusión, se preocupan por los aspectos materiales –y felizmente que lo hacen- y se sienten en la obligación de componer todos los detalles del escenario de una vida de a dos. Imagino que tardará meses en decidir dónde iremos a vivir, si en su casa o en la mía, o si al contrario elegiremos un lugar nuevo, a la medida de nuestras necesidades y conveniencias. Por mí, lo que decida estará bien, pero no se lo diré con antelación por no privarme del placer de escucharla tejiendo consideraciones sobre las ventajas y desventajas de una u otra hipótesis. Me encantará oírla ponderar, pesar los argumentos, analizar las probabilidades, medir las conveniencias y concluir aquello que –si mi intuición no me falla– ambos sabemos: estaremos bien si estamos juntos.
Lo que sí debo proponerle –y que no se me olvide– es que pasemos los otoños en Toscana. Ya sé que intentará convencerme de alternar con viajes a Sicilia. Bien, Marta, bien. Iré adonde sea, si vas conmigo. Estaré donde estés y nuestros pasos verán juntos todos los caminos. Todavía tenemos un largo recorrido para dejar la impronta de nuestras huellas lado a lado.
Eso le diré mañana en el Parque Lezama, con la ciudad de Buenos Aires como testigo. Y se lo diré en latín para que tenga la solemnidad de una boda: Ubi tu Gaia ego Gaius.

**********



Han sido cuatro días maravillosos. Sí, sencillamente maravillosos. Un paraíso de amor interminable en un paisaje de abrumadora belleza.
La felicidad me ocupa totalmente. Una felicidad clara y diáfana que lleva el nombre de Gustavo.
Todo fluyó con naturalidad, con tal correspondencia de miradas, sentimientos, reacciones y ansiedades, que parecía que esas horas hubieran sido pensadas para que las viviéramos desde el momento mismo en que fuimos creados hombre y mujer. Apenas llegamos, salimos al balcón del cuarto para disfrutar del espéctaculo que la naturaleza nos regalaba, esa vista que nos golpeaba los ojos: las cataratas parecían darnos la bienvenida con el amable rugido de sus aguas cayendo furiosamente para romperse en millones de líquidos diamantes.
Gustavo me abrazó y en ese instante mis dudas y temores se diluyeron en una fiesta desbordada del corazón y los sentidos.
Cuánto de él y de mí he aprendido en estos días. Conocía a Gustavo y lo quería por su integridad de hombre, por su sosegada manera de ver y analizar los problemas fundamentales de la vida que me da tanta paz, tanta serenidad. Admiraba ese caudal de conocimientos que sabe emplear con delicadeza y sabiduría, su coraje para afrontar la soledad, mantenerse erguido ante las calamidades que le ha tocado vivir. Me gustaba su manera de tomar una copa para beber, la expresión de su rostro cuando escucha mis largos razonamientos, hasta cómo se sienta y cómo se pone de pie, Y sabía del goce de la piel a su contacto, del eléctrico ardor que sublevaba mi carne al roce de sus labios.
Pero la intimidad de los cuerpos me ha permitido descubrir una dimensión diferente de Gustavo, una parcela profunda de su alma que se abrió a mi corazón solamente al trasponer las fronteras del sexo.
Creo que a él le sucedió lo mismo, porque los dos llevábamos en la mirada ese brillo que enciende el placer de arribar a las playas más remotas del amor.
Todo ahora es completo, todo es redondo. Hemos llegado a ese punto del otro donde el otro se termina y empieza uno mismo.
Pronto tendré que decírselo a los chicos, porque igual lo sabrán por mi risa, por mi voz, por mis ganas.
Marcelo acaba de llamarme y me dijo: Qué bien te sentaron esos días en Tortu, mami. Tendrías que ir más seguido.
No pude hacer otra cosa que reírme y cambiar de tema. Y es lo que hago desde que llegué: reírme, sonreír, tener a Gustavo en mi cabeza y en mis cosas. Ni siquiera abrí la valija.
Isabel regresa el viernes de París. Su hija ha levantado mis mensajes y me ha dejado uno suyo diciéndome que su madre ha hecho un viaje relámpago aprovechando un pasaje, gentileza de la línea aérea que asesora. ¿Se habrá llevado algún galán? Cuando le cuente lo mío se va a quedar con la boca abierta, o se reirá como una loca.
Tal vez invite a todas las chicas a almorzar el domingo. Gustavo va a la casa de su hijo de modo que estaré libre. Ahora le escribiré a Andrés para decirle que estoy de regreso y lo he pasado bomba en la quinta de Ester. Y que su hijo es un sol: por lo que he visto ha venido a regar las plantas y a arreglar el estante de la alacena que estaba roto.
La vida es hermosa. Sé que los años que me quedan los viviré de la mano de Gustavo. ¿Qué mayor gloria?

miércoles, 5 de agosto de 2009

CAPITULO 17





Últimamente me siento bastante fatigado al final del día. Debe ser la tensión natural que genera esta novedad que ha llegado a mi vida, hasta ahora monótona, opaca. Marta trajo con ella un plexo de emociones que no transitaba desde hacía tiempo, y eso también agota, pero es un agotamiento dulce, enriquecedor. Ayer me ha dicho que sí, que irá de viaje conmigo un fin de semana: ha elegido las Cataratas de Iguazú. Tendré que ocuparme de comprar los pasajes y hacer las reservas en el hotel, le propuse el Sheraton y le pareció magnífico. De modo que no voy a disponer de tiempo para la consulta médica y los estudios clínicos, eso quedará para cuando regresemos.
El otoño llega a su fin, vamos a ver qué nos trae el invierno. La próxima semana vendrá Teresa, estará unos días en casa y se irá a Entre Ríos, supongo que para trazar con Fernando las líneas de su futuro en común. Más adelante iremos todos a pasar un fin de semana con ellos. En esa ocasión les hablaré de Marta y, al volver, trataré de programar una ocasión para presentárselas. Tal vez una cena en un restaurante: es menos formal que comer en familia, no quiero que Marta se sienta demasiado comprometida pasado tan poco tiempo de conocernos.
Me siento contento por esa oportunidad de pasar juntos y solos unos días. No sé describir con palabras la sensación que Marta me transmite: supongo que se llama paz. Pero no es solamente eso. También es bienestar, confort físico, moral, intelectual, emotivo.
Pienso que está claro para Marta que no me muevo bien en los entresijos de la corte romántica pero que puede contar conmigo a su lado en los buenos y en los malos momentos. Compañía y lealtad, es lo que puedo ofrecerle. Tal vez con el tiempo aprenda –no dudo que ella acabe por enseñarme– los pequeños detalles que componen un comportamiento romántico, los sortilegios para tocar su sensibilidad a través de esos gestos que a las mujeres agradan tanto: las elaboradas declaraciones de amor, el envío regular de flores, la práctica de pequeñas sorpresas, cosas que nunca se me ocurren porque antes no las necesité. Mi mujer me amó porque –según decía– era valiente y leal. Me avisaba con antelación la fecha de su cumpleaños porque sabía que de lo contrario lo olvidaba; me decía exactamente qué quería que le regalara porque estaba consciente de que yo no iba a saber qué comprar; y cuando la vida cotidiana se volvía demasiado espesa me decía con simplicidad y ternura: "escribime una carta de amor, lo necesito". Espero que esas características, coraje y lealtad, también sean suficientes para Marta. No tengo mucho más que dar.
Bien, hay otra área en que pienso que podemos recorrer juntos un camino placentero: el territorio de la sensualidad. Sin embargo, tengo la convicción de que no merece la pena tejer elucubraciones sobre el tema. El sexo no se conversa sino que se practica. No sirve como argumento verbal para seducir a una mujer. Cuando estemos juntos aprenderé su cuerpo de memoria, para que no haya ni un centímetro de su piel cuya reacción no conozca como la palma de mi mano. Aunque esa tarea me tome el resto de mis días.


**********



Apenas faltan dos días para el viernes y todavía tengo miles de cosas para hacer. Gustavo me dejó elegir adónde ir y después de pensarlo decidí que el mejor lugar para estos días de intimidad era Iguazú. Aunque estemos cerca del invierno, el clima allí es cálido, el paisaje es de una belleza impresionante y no debe haber mucha gente a esta altura del año.
Primero pensé en Mar del Plata y en el Hotel Dos Reyes, que tiene habitaciones amplias con una vista al mar subyugante, pero aunque está un poco alejado del centro, no es improbable encontrarse con algún conocido. Medio mundo va a Mar del Plata en cualquier momento del año y para colmo, la hermana de Mabel tiene departamento en la zona de Playa Grande. Si ella me llegara a ver con Gustavo ¿qué explicación podría darle? Nooo, a la media hora lo sabría Marcelo y por nada del mundo quiero que los chicos se enteren. Por el momento, claro. Después... ya veremos si hay un después. Aunque creo que sí, y me hace muy feliz pensar en un después con Gustavo.
Ir al sur tampoco era apropiado con las temperaturas bajo cero que se registran por esos lados, aunque no hubiese estado mal pasar todo el día bajo una pila de frazadas.
No, lo mejor es ir a Cataratas, gozar del clima, del paisaje, de Gustavo. Con ropa de verano y corazón de verano. Y nada menos que en el Sheraton, que está dentro mismo del parque nacional. Ya sabía por las fotos que trajo Marcelo que el hotel es bellísimo, con algunos lujos que se disfrutan mucho. Pero esta mañana la he llamado a Mabel y como de casualidad saqué el tema y le hice preguntas. Me ha dicho que las habitaciones con vista a las cataratas son comodísimas, con un baño enorme, y que es un placer a cualquier hora del día o de la noche asomarse al balcón para ver el espectáculo de las aguas cayendo eternamente con su inagotable energía, y escuchar su murmullo arrullador.
Me imagino los dos, tomando una copa de champagne a medianoche, mientras la luna nos sonríe y las flores del parque nos aroman el aire que respiramos. También me explicó Mabel que hay dos restaurantes -uno de tenedor libre y el otro a la carta, con cocina de autor- en los que se come estupendamente. Tenés que ir en algún momento, me dijo. Y aproveché para mencionar que adonde me iba era a la quinta de Ester, que le avisara a Marcelo. Cuando le conté a Ester me abrazó loca de contenta y me recomendó que no tuviera miedo de nada, que todo iba a estar bien. Bah... me dijo: dale con todo, Marta, dale con todo que es tu momentoooo. Es tan compinche que lo ha convencido a su marido para ir ellos este fin de semana a la quinta. Todo tiene que marchar sobre ruedas, no sea cosa de que alguno de tus hijos nos vea por aquí y me pregunte por dónde andás, me dijo. Y se rió con toda la picardía de que es capaz.
Hace un rato Gustavo me llamó para decirme que no consiguió pasaje de regreso hasta el martes. De modo que serán cuatro noches en Cataratas. Cuatro noches en un paraíso con Gustavo.
Cuando le cuente a Isabel se desmaya. La he llamado varias veces en estos días y hasta le dejé un par de mensajes, pero no los contesta. Trataré de localizarla antes de irme, tal vez esta noche.
Mañana iré a comprarme un jean nuevo. Tengo uno negro, de los que fabrica Marcelo, pero también llevaré uno azul, con tres tachas discretas a la altura de la rodilla, que he visto en Santa Fe. Es carísimo, pero vale la pena. El jueves tengo gabinete de belleza, voy a darme un baño de parafina en los muslos, hacerme limpieza de cutis y un masaje relajante. Y brushing, por supuesto.
Tengo que hablar al geriátrico para averiguar cómo anda tía Juana. Entre el problema de Andy, la llegada de Andrés y el click que le ha dado Gustavo a mi vida, hace más de veinte días que no la veo. No ha estado bien, a sus trastornos de salud acostumbrados se ha sumado una artrosis en las cervicales que apenas la deja dormir. Cuando regrese de Cataratas iré sin falta a visitarla.
Cuando regrese... Dios ¿será real esta felicidad que me pone campanillas en el cuerpo y en el alma, esta presencia varonil en la que puedo descansar y al mismo tiempo estar más viva que nunca?

domingo, 2 de agosto de 2009

CAPÍTULO 16



Algo no va bien, al menos fue lo que dijo Gus cuando se percató de que me quedé casi sin aliento al subir la escalera para ir al cuarto de Ariadna a ver sus muebles nuevos. Por lo visto ella se cansó de su mobiliario infantil y decoró la habitación con piezas ultramodernas, en un arrebato de innovación que Ann apoyó con mal disfrazado disgusto pues mantiene la predilección por el estilo tradicional inglés, tal vez por la evocación de la casa de su familia.
Gus me recordó que hace tres meses por lo menos debí hacerme un check up completo siguiendo su consejo y se recriminó por no haber insistido en ello. A mí no sólo no me sorprendió su descuido, puesto que anduvo agobiado por sus problemas, sino que me alegró que no insistiese porque había decidido no someterme a interminables exámenes cuando sé que estoy bien. Además, no es tiempo para ponerme enfermo, es tiempo para enamorarme, así que le dije que la próxima semana iré a ver a mi médico de clínica general. Tal vez lo haga, aunque seguramente no tengo problemas respiratorios sino falta de ejercicio.
Pensé en invitar a Marta para caminar juntos por las mañanas pero decidí esperar a que me llame pues el sábado le telefoneé desoyendo su pedido de que no lo hiciera ya que estaría toda su familia cerca del teléfono, y después me arrepentí por haberme comportado como un adolescente bobo. Es que tenía muchas ganas de hablarle, de pedirle que nos viéramos, de estar con ella. También quería comentarle el resultado de las investigaciones sobre el caso Moreno, que son de veras asombrosas.
El propio inspector Osmar me llamó para decirme que prendieron a Luzmán y que éste, nervioso y asustado, acabó confesando haber matado a Moreno. No a Elisa y a la niña, sino a Moreno, por haberlas asesinado. Lo que más me impresionó fue que de la declaración de Luzmán surge que éste pensó que Moreno había matado a su mujer y a su hija, y por eso lo asesinó. Fue una deducción, simplemente. No estaba presente en el momento del crimen ni tampoco Moreno admitió haberlas matado cuando él llegó a la casa y encontró al hombre sentado en el suelo, junto a los cuerpos exánimes de Elisa y Paloma. Al ver la escena supuso que Moreno las había asesinado, tomó el arma, la arrimó a su cabeza y disparó. Después limpió cuidadosamente sus impresiones y puso el revólver en la mano de su víctima.
De ser así, Elisa y la niña pueden haber sido muertas por otra persona, ajena a la trama, y nunca se sabrá quién fue el autor del crimen.
Debo admitir que esa historia me puso realmente mal. A tal punto que anoche tuve dificultades para dormir, respiraba dificultosamente y sentía el pecho oprimido. Me domina una sensación de absurdo, como si tuviese delante de mis ojos las vidas de Luzmán, Moreno, Elisa y Paloma diseñadas por un pintor surrealista y consiguiese captar el conjunto del cuadro pero sin determinar el contorno de cada una de las figuras. Sin embargo, sé cuáles son esas figuras y lo que representan: amores malsufridos, celos, desconfianza, frustración, ignorancia, intriga, impotencia, desesperación. Todo encuadrado en un gran marco de injusticia. Supongo que ninguno de los intervinientes en esa trama merecía lo que el destino le reservó, o el destino que construyó para sí mismo, conforme la perspectiva desde la cual se mire el mapa de la existencia.
Voy a intentar no pensarlo más. El inspector Osmar proseguirá la tramitación del juicio de Luzmán; Mandelli se sentirá satisfecho por haber conseguido traer a la luz a un caso que estaba sumergido en la oscuridad; Moreno, Elisa y Paloma descansan en paz; y yo voy a olvidar ese episodio.
Este invierno que ahora empieza va a ser una época feliz. Teresa viene a casa, puede que se entienda con Fernando y se quede o decida cuándo vendrá para quedarse definitivamente. Gus y Anita superarán sus desavenencias pasadas y Ariadna se sentirá feliz y segura con sus padres. Quizás Marta se enamore de mí o al menos acepte ser amada, y en ese caso puede haber un futuro en común para ambos.
Se acaba el otoño, un otoño más, y sin embargo no puedo decir que haya sido igual a los otros, muchas cosas zarandearon mi vida, sacudieron mis certidumbres, despertaron mis sistemas de alarma.
Hace sólo tres meses me preguntaba dónde estaban mis trincheras. Al fin y al cabo estaban aquí mismo, en la batalla que uno traba cada día para defender las cosas en que cree, lo que construyó a lo largo del tiempo, los pilares en que se apoya su existencia, las rutas que habrá de recorrer en el futuro. El tiempo: ésa es la trinchera.

**********



Estoy sola en casa de nuevo. En este momento el avión en el que Andrés se vuelve a Milán debe estar despegando. Hoy no he querido ir a Ezeiza, nos despedimos aquí, con un abrazo largo y su promesa de regresar en agosto. Lo ha llevado Aníbal y Andy también fue con ellos. Le pedí a Aníbal que después del check in se despidiera, y por suerte entendió: Andrés y su hijo necesitaban esa hora previa al embarque para estar solos y decirse lo que no admite testigos. Gracias a Dios esta semana ha sido de muchísimo provecho para restaurar ese vínculo tan deteriorado por el tiempo y la distancia: Andy es otro chico y su padre ha recuperado un rol que estaba a punto de perder definitivamente.
Estoy sola de nuevo, pero el silencio de mi casa es diferente al de hace algún tiempo. Y es que estoy habitada por otra música, la que nace de las regiones más profundas y se hace melodía en el movimiento de las manos, en el giro de la cintura, en los pliegues de la boca. Hasta mi camelia se ha unido a la fiesta y luce erguida, prodigándose en colores.
Anteayer pude escaparme y fuimos con Gustavo a tomar el té a Las Artes. Fueron dos horas de una charla íntima y deliciosa. Me seduce su sonrisa, con ese destello de malicia cuando me acaricia con su índice el contorno de mis labios, o cuando se acerca para besarme. Ha vuelto a hablar de irnos unos días afuera. Juntos, solos, me dijo. Y me miró con sus ojos de bruma dulce, buscando un sí que no dije, pero quedó en el aire como una promesa de amor inevitable.
Quiero, debo reconocerlo, pero también tengo miedo. Supongo que es normal, hace años que no... Sí, estoy segura de que nada más que con Gustavo puedo recuperar ese territorio de la intimidad. Nadie antes me había hecho sentir predispuesta a abrir mi corazón. Sus caricias son como el agua fresca para mi piel ansiosa de beber en su hombría.
Y sin embargo tengo miedo. Miedo de mostrar este cuerpo aún delgado, pero ya no tan firme, quizás todavía atrayente, pero con las cicatrices que el tiempo imperdonablemente le ha dejado.
Gustavo tal vez intuye lo que siento, porque toda su actitud fue la de darme seguridad, aventar toda clase de dudas. Igual puede desilusionarse cuando me vea. O también yo, aunque no creo.
No sé qué voy a decirles a los chicos... aunque no tengo por qué dar explicaciones. Puedo deslizar como al acaso que me voy por unos días a la quinta de Ester, en Tortuguitas. Le aviso a ella que no llame y listo.
¿Y si digo la verdad? No, no me animo todavía. En todo caso más adelante, cuando lo conozcan. Ahora les caería como un baldazo de agua helada.
Cuánta razón tiene Ester cuando dice que somos la generación de los sometidos: sometidos a nuestros padres, a quienes no podíamos siquiera insinuar que éramos jóvenes, sanos y con hambre de amar; y sometidos a nuestros hijos, frente a los cuales nos da pudor ser todavía sanos y -más que nunca- hambrientos de amor.
A cuántos matrimonios equivocados condujo ese sometimiento en nuestra época. Tal vez no me hubiera casado con Aníbal si hubiéramos sido libres de tener sexo sin escondernos. Quizás Elisa tampoco se hubiera casado con Moreno.
Cuando regresábamos Gustavo me contó que el marido de Elisa no se suicidó sino que fue Luzmán el que le disparó al encontrarlo arrodillado junto a los cadáveres de Elisa y de Paloma. Qué pena. Cuánto dolor por un juego de pasiones que descarriló hasta convertirse en tanta muerte.
Una página tristísima que hay que doblar en forma definitiva.
Mi camelia luce en todo el esplendor de su roja carnadura, con unas pinceladas blancas que me hacen pensar que aún en la plenitud de la pasión hay pureza. Y yo me siento repleta de luz, pura y pasional.
Al llegar a casa Gustavo me dijo que tenía mucho que agradecer a Dios por todo lo bueno que le había sucedido últimamente, y en especial por haberme conocido. Entonces, con cierta picardía, le pregunté: ¿Estás seguro de que no me conocías antes? Me miró con algo de sorpresa y esa dulzura infinita que siempre merodea en su mirada. Yo ya te conocía, le dije. Y le conté que lo había visto en una cena del Rotary y después en casa de Isabel, cuando ella festejó sus cincuenta años. No podía creer que yo fuera amiga de Isabel, y menos todavía que él no me recordara. Le expliqué que en esa época usaba el pelo corto y más claro, y tenía unos kilos de más. Al fin los dos nos reímos. Gustavo dijo: estoy convencido de que tenía que encontrarte ahora, de que este es el momento apropiado para que estemos juntos, Marta. Y me besó. Nos besamos. Un beso que augura que esos días a solas serán como vivir en el paraíso.
Mañana iré a la peluquería, en cuanto me haya llamado Andrés, y después de hablar con Gustavo.
Y ahora mismo me comunicaré con Isabel. Tengo que contarle.