viernes, 19 de junio de 2009

CAPITULO 4




Teresa vino a pasar una semana en casa. Fue una ráfaga de luz y son que barrió las sombras de los rincones y llenó mis días de asombro y alborozo, ahuyentando a los fantasmas de mis muertos y vivos ausentes.

A fuerza de sus continuos viajes de trabajo mi hija tiene la peculiaridad de llegar a un lugar y dar la impresión de que nunca estuvo alejada de allí. Se acomodó en las primicias de su historia personal, con su hábito de quitarse los zapatos al entrar a casa y dejarlos en la entrada, posar el bolso sobre el sofá de la sala, dejar la bufanda en la mesa del comedor, la cámara en alguna silla, las revistas en el suelo, el móvil en la cocina, las gafas en el baño, y luego deslizarse grácil y ligera a través de las habitaciones buscando sus pertenencias, informando a los presentes que perdió las cosas que le son esenciales para vivir, con la consternación que pone en la voz al llamar perdido lo que fue apenas olvidado.

Para recibir a la niña, mi fiel y dedicada Adelina revolucionó la casa con el furor de las grandes limpiezas y llenó la heladera y la alacena con sus comidas y golosinas favoritas. Teresa declaró formalmente que interrumpía sus hábitos vegetarianos y comió asados a morir.

Pensé que iba a estar un poco triste porque acaba de romper con su segundo compañero, pero no parecía demasiado afectada. Dijo que tenía que ser, con los diferentes cauces por donde les corre la vida. "No pueden hacer de cuenta que viven juntas dos personas que se encuentran tres o cuatro veces al año", ponderó. No pude menos que estar de acuerdo. A mí siempre me causó admiración que hubiese durado tantos años, en los cuales ella dio muchas veces la vuelta al mundo y él anduvo por los siete mares fotografiando el medio oceanográfico. No llegué a conocer a Harry, pero pude apreciar la excelencia de su trabajo en los documentales que vi, y reconozco que fue benéfica la influencia que ejerció sobre Teresa, animándola a buscar la maestría técnica y a especializarse en temas definidos, lo que le garantizó los buenos contratos que tiene para hacer reportajes fotográficos sobre la vida salvaje.

No bien llegó a casa le pregunté si iba a llamar a Fernando. Por supuesto lo hizo, y él vino inmediatamente, como siempre sucede. En el fondo cultivo, aunque sin gran convicción, la esperanza de que ella vuelva a Argentina y se case con Fernando que hace diez años la espera. "Se cansará de esa vida que lleva", él me dijo por milésima vez, en un momento en que nos quedamos solos cuando cenábamos en el Pedemonte, uno de los restaurantes preferidos de Teresa.

Le tengo afecto a Fernando porque cuando su romance terminó –o mejor dicho, cuando ella lo dio por terminado– él se mantuvo ligado a nuestra familia, aunque admito que probablemente lo hizo para no perder, él mismo, la esperanza. Recuerdo que cuando su padre vivía, y él podía permitirse una vida de playboy, la seguía por todo el mundo. Después tuvo que hacerse cargo de la hacienda y le dijo que era tiempo de que se casasen y se fuesen a vivir a Entre Ríos. Ella le respondió que era tiempo para que cada uno siguiese su camino.

No obstante, él no desistió de esperarla. Me repite muchas veces que la necesita para tener herederos. Se me ocurre que podría encontrar a otra mujer con más vocación para ello, pero dice que no, que va a constituir familia con Teresa, aunque tenga que esperarla hasta que esté demasiado vieja para andar por el mundo haciendo reportajes. Intenté hacerle ver que a esas alturas ella ya no podrá tener hijos. "Podemos adoptarlos", respondió con la serenidad que le caracteriza. En su lugar no estaría tan confiado, porque Teresa tiene una personalidad extremadamente independiente, con dejos de excentricidad. Cuando supe que había decidido separarse de Fernando, le aconsejé que lo pensase mejor; entonces me preguntó si la veía dedicada a la ganadería bovina. No, no la veía. Pero no se lo dije. La verdad es que me gustaría tenerla cerca y que me diese nietos.


Así que vino Fernando y pasamos una semana recorriendo Buenos Aires como turistas porque Teresa quería ver todo y miraba la ciudad con ojos de quien estuvo fuera durante un tiempo demasiado largo. Fue a través de su mirada que me encontré con un panorama de espacios públicos deteriorados, cables suspendidos, alcantarillas tapadas por la basura, indigentes viviendo en la calle, plazas enrejadas, barrios tradicionales que perdieron sus características, el centro saturado. Me sorprendió constatar a través de la visión ajena lo que al fin y al cabo está delante de mis ojos, y es que siempre miro a Buenos Aires con ojos de enamorado, que son los del alma, y no saben de máculas ni miserias.

Además, Teresa nos arrastró a una serie de eventos, sobre todo en Clásica y Moderna, que siempre fue su librería favorita. Suele decir que la prefiere a las librerías europeas. Acudimos a una muestra de fotografía y a un recital, y a veces sólo a tomar un café y hojear los libros dispuestos sobre las largas mesas de madera antigua.
Fernando aprovechó para comprar docenas de libros que, según dijo mirando hondamente a los ojos de Teresa, va a leer mientras la espera. Me sorprendió agradablemente constatar lo bien que me sentí en aquel ambiente de sofisticada elegancia intelectual, habituado que estaba a pasar apresurado por Plaza Lavalle en busca de algún libro jurídico.
Tal como Gus, Teresa me aconsejó aprovechar los tiempos libres que actualmente transito a tientas para leer las obras cuya lectura tuve que posponer a lo largo de los años. Me percaté de que no sabía elegir mis lecturas, después de haber pasado tanto tiempo alejado de la literatura lúdica. Ariadna se llevó los libros de aventura que había atesorado Eugenia porque también es su género preferido y a mí no me interesa demasiado. Sin embargo, en una de las tardes que pasamos en la Clásica, mi mirada se posó al acaso en un libro de Helene Hanff cuyo argumento conozco por haber visto la película, 84 Charing Cross Road. Recuerdo que en la ocasión me impresionó el personaje femenino, una mujer solitaria, con carácter fuerte, un poco excéntrico, y me agradó la trama sencilla sobre vidas parejas a la del común de los mortales.
Ahora Teresa regresó a su mundo de aeropuertos y selvas hasta no se sabe cuándo y Fernando regresó a su llanura verde donde pastan las vacas, llevando un rimero de libros que le harán más llevadera la espera.

La sensación de desamparo e indiferencia por el mundo se acomodó otra vez en mi existencia. No obstante, le dije a Adelina que volvería a usar el salón del cual me había auto exiliado, y cuyos muebles ella había recubierto con sábanas para conservarlos limpios, lo que le daba un aspecto de casa cuyo dueño se fue de viaje por largo tiempo. Luego de la muerte de Eugenia me refugié en mi pequeño despacho porque echaba de menos sus vestigios en la sala, la manta posada en el brazo del sofá, el libro y las gafas sobre la mesilla, las flores frescas en el jarrón. Ahora volví a la amplia sala decorada con los colores otoñales favoritos de mi mujer, los ocres cálidos, los verdes secos, los amarillos torrados. Me siento en el sofá donde Eugenia solía sentarse para leer, cerca de la ventana. Cuando el silencio me pesa demasiado me arrastro hasta la computadora, con mi vida a cuestas, para hablar conmigo mismo. A veces me interrumpo para mirar a través de la vidriera los colores que abril pone en la Avenida Santa Fe. Afuera también es Otoño.


**********


Las tres de la mañana. Isabel me ha dejado en la puerta de casa hace ya una hora y media, pero ni siquiera me he quitado el maquillaje. No tengo sueño ni ganas de montarle a mi insomnio la escena para empujar su retirada. Detesto la leche tibia, el té de tilo y el baño de inmersión.
En cuanto la vi supe que a Estela le pasaba algo grave. Ya estábamos casi todas en Pedemonte, sólo Mónica y Liliana llegaron después. Y Estela traía una sombra en la mirada que me asustó. Sin embargo, saludó a cada una con naturalidad, sonrió, le dijo a Ester que la veía cada vez más joven, nos avisó que Inés no iba a venir porque acaba de nacer su sexto nieto. Un varón, le pusieron Fidel, pobre chico, comentó riéndose.
Cuando íbamos por el postre lo dijo. Su marido la abandonó hace justo un mes. Sin explicaciones. Sin siquiera decírselo cara a cara. Simplemente se fue, después de cuarenta años de matrimonio aparentemente feliz. Cuarenta años de casados, cinco hijos, doce nietos, y una mujer veinticinco años más joven que, según ella pudo averiguar, hace mucho esperaba que él tomara esa decisión. Una mujer que hace un mes dio a luz un varón. De su marido, claro.
Un llanto silencioso le bajó por las mejillas. Como se llora a un muerto que ha tenido una larguísima agonía, pensé. Lo que se ha perdido y se sabe que no se recuperará.
Isabel dijo enseguida: Es lo mejor que podía haberte sucedido, Estela.
Todas la miramos como reprochándole la inconveniencia, pero ella -sin hacernos el menor caso- se levantó, sacudió su corta y luminosa melena negra, regada por unas cuantas canas que la hacen más fina e inaccesible todavía, y poniendo una mano sobre el hombro de Estela, repitió: Es lo mejor que te podía haber sucedido, te lo aseguro.
No lo creo.
Juraría con la mano sobre la Biblia que Estela conocía esa relación, y que si no la conocía es porque no quiso, pero seguramente el dato estaba instalado entre ella y su marido como una daga clavada en la mesa del desayuno, en las miradas cotidianas, en la cama.
Y ella optó por el armado familiar que empezó a construir con él cuando apenas terminó el secundario y en ello puso todo durante cuarenta años. ¿Fue de verdad necesario, o hubo huecos enormes con sabor a fruta ajada lastimosamente? ¿Eligió o fue elegida por el rutinario engranaje de las noches y los días para desempeñar un papel de mater et magistra, vigoroso al principio, pero después opaco y débil hasta convertirla en una triste nodriza de cartón?
Nunca se quejó con nosotras de la vida que llevaba, al contrario, siempre trajo con ella la alegría de una diosa guardadora del fuego del hogar. Lo tenía todo. Pero a lo largo de los años, Estela nos envidió en más de una ocasión, y en más de una ocasión la envidiamos.
La deslumbraron los éxitos de Isabel en los tribunales, su desparpajo para llamar a la mujer de su ex e indicarle a qué hora debían tomar sus hijos un medicamento cuando pasaban el fin de semana con ellos, o para invitarla a sus cumpleaños, o para fotografiarse con ella en el casamiento de su hija. Le dieron ansias de otra vida mis viajes para ir a congresos o jornadas docentes, o las anécdotas de Liliana sobre sus guardias en pediatría, o la destreza con que Ester maneja su negocio.
Añorábamos su posibilidad de ocuparse solamente de la casa, llevar a los chicos al colegio, ayudarlos con los deberes, disponer de tiempo para compartir con su madre... todo eso que nosotras hacíamos a las apuradas y mal, antes o después de trabajar y trabajar para sobrevivir, para que a nadie le faltara nada, para no quedar en rojo, para ser mujeres independientes. Para vivir sin un hombre que se ocupara de aquello de que debía ocuparse si no hubiéramos sido mujeres solas. Unas por abandono y otras abandonadas. Unas en búsqueda permanente del hombre que nos saciara el hambre de ser mujeres, otras en reclusión obligada por las circunstancias, mujeres para los hijos, negadas al amor.
Pero hoy he visto miedo en su mirada. Un miedo que jamás he visto en ninguna de nosotras.
Se lo dije a Isabel cuando me traía a casa. Es natural –me dijo- vivía en una burbuja, y la burbuja reventó.
Ella acaso ¿no amaba esa burbuja?, le pregunté. Creyó amarla, todavía lo cree, tal vez –respondió Isabel- pero pronto se dará cuenta de que el paraíso existió tan sólo en su imaginación, lo vivido era un purgatorio de medio pelo.
Isabel no vivió en ninguna burbuja. Supo que su marido, en connivencia con un escribano amigo, le había falsificado la firma para hipotecar el departamento, a fin de obtener dinero para poner en marcha una fábrica de perfumes que, por supuesto, quebró. Cuando él regresó a su casa, se encontró con dos valijas listas y una mirada elocuente que lo invitaba a marcharse. Tampoco yo viví en una burbuja. Le pedí a Aníbal que se fuera porque era lo más sano para ambos. Las dos éramos jóvenes y sabíamos ganarnos la vida, y moríamos por mostrarle al mundo que podíamos.
Sobre los sesenta, de aquel armado familiar a Estela ya no le queda más que la casa enorme y desolada. Y los sesenta son un punto crucial en la vida de cualquiera. De los sesenta a los ochenta se forma una persona vieja, dijo una vez alguien que no recuerdo. Esta mujer, abandonada en un territorio en el que fue mujer de un hombre, hacedora de hijos, cuidadora de padres y "regina" ad honorem, tiene dos caminos para elegir. Aprender a ser libre y masticar la libertad hasta encontrar ese yo raquítico que quedó embreado en las sentinas del alma y hacerlo florecer rabiosamente. O aferrarse como una garrapata deslucida a hijos y nietos que no la necesitan, perdiéndose oscuramente en el batido de una torta de chocolate, que los fotogramas de otro tiempo amargarán definitivamente.
No te preocupes, me dijo Isabel cuando bajé del auto. Sobrevivirá, le conviene, agregó con una sonrisa ancha llena de buenos augurios.
Han pasado más de dos horas. Y no se me despega el recuerdo de la primera noche que dormí sin Aníbal.
Cuánto coraje necesité para emerger.

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