martes, 28 de julio de 2009

CAPITULO 15




Cada vez son más las coincidencias que me ligan a Marta.
Cenábamos en Sottovoce cuando recibí un llamado del inspector Mandelli, en cuyo transcurso nombré a Luzmán y a Moreno y, después de cortar, Marta me preguntó acerca de ellos. Resultó que Elisa era su empleada doméstica en la época del doble homicidio y que Mandelli estuvo en su casa hace poco para hablar sobre el asunto. De modo que la puse al tanto de las novedades: hay una diferencia de cinco horas entre la muerte de Elisa y la niña, y la de Moreno. No prueba nada, pero puede establecer parámetros distintos para los homicidios. Las muertes de Elisa y Paloma pudieron ser motivadas por un arrebato pasional y el asesinato de Moreno tal vez fue premeditado. Es decir que Luzmán puede haber matado a la mujer a quien amaba y a una niña inocente en un momento de locura y simular friamente el suicidio de Moreno algunas horas después. Dice Mandelli que el inspector Osmar está interesado en el caso y, aunque no pueda abrir una causa contra alguien solamente porque se asustó al encontrarse con el juez que intervino en un asunto civil relacionado con el supuesto homicida y sus víctimas, va a llamar a Luzmán con algún pretexto burocrático para que declare, a ver si presionado baja las defensas y deja entrever la verdad enredada en esa telaraña.
Sin embargo, eso es lo menos importante entre las muchas cosas que ocupan mis pensamientos desde que vi a Marta el viernes. Antes que nada, debo admitir sin vueltas que estoy fascinado por esa mujer. No hago más que repetirme: andá con calma, che, no te ahogues en un vaso de agua. Pero el agua ya me llega al mentón. Esa mujer me inunda.
Antes de ir a cenar estuvimos viendo el reportaje de Teresa con las fotos de Italia. En un momento dado quise comentarle las fotografías y ella posó los dedos en mis labios, mientras hacía ssssht. Dejame verlas con mis ojos, dijo sonriente. Ya no necesité decir nada porque el roce de sus dedos en mis labios puso un ave aleteando en mi corazón y un alborozo entre mis ingles, de tal manera que agradecí mentalmente la posibilidad de quedarme callado, al lado de esa mujer hermosa, elegante y dulce, con quien me gusta estar de todas maneras y en todas partes.
Al saber que había invitado a una señora, Adelina tuvo un arrebato de higiene compulsiva y puso la casa resplandeciente. Cuando le dije que probablemente la visita no estaría sino en la sala, respondió que con las mujeres nunca se sabe y que no estaba para que dijeran que ella no se esmeraba en limpiar la casa. Además, encargó una tarta y dejó todo preparado para que le ofreciera un té. Fue tal su entusiasmo que sacó de sus recónditos escondrijos en el mueble del comedor la bandeja de plata y la loza fina, con la expresa recomendación de que no usara servilletas de papel sino las de lino bordado y de que no hirviese el té en el agua sino que lo pusiera en la tetera después del agua hirviente. Hizo harta exhibición de sus conocimientos acerca de la diferencia entre infusión, cocción y cocimiento, de manera que al final de su discurso pedagógico supe que no sé preparar un té. No dije nada y decidí ofrecer a Marta una copa de Oporto, pero no me resistí a contarle el episodio de Adelina y entonces, gentilmente, me propuso ayudarme a servir el té. Así que nos fuimos a la cocina (bien dijo Adelina que con las mujeres nunca se sabe…) donde todo estaba dispuesto para ser llevado a la sala, y Marta hizo un té delicioso que tomamos entre risas mientras hablábamos de temas ligeros y agradables. Marta parece saber exactamente qué decir, qué callar, cómo conducir la conversación y hasta dónde llevarla. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien en mi propia casa.
Tal vez por eso en la puerta de su casa la abracé para despedirme. Ella recostó la cabeza sobre mi pecho y se quedó muy quieta, acunada en mis brazos como si no quisiera irse. La estreché fuerte, para que supiese que tampoco quería que se fuese. Irguió el rostro y nos besamos, sin prisa y sin alborozo, como si ambos supiéramos que aquel era tan sólo el primero de muchos besos.
Entonces, sin pensarlo y con el corazón desacompasado le hice una pregunta de doble sentido, ya que podía significar una invitación para ser una pareja o para una noche de amor. "¿Vamos a quedarnos juntos?" Ella eligió el primer significado y dijo:"Vamos a intentarlo". "No", le respondí, "vamos a conseguirlo". Y pensé en Ann, en Gus, en Ariadna, en Teresa, en Fernando. Y concluí que si era capaz de pensar en las personas a quienes amo con Marta en mis brazos es que hay un lugar para ella en mi vida. Pero no le hablé de eso. En cambio, la invité para un fin de semana fuera de Buenos Aires.



**********



Ay Dios, qué contenta que estoy. Contenta no: feliz. Marcelo y Federico han venido a buscar a Andrés para llevarlo a recorrer los lugares de Buenos Aires con los que quiere reencontrarse. Andy ha ido con ellos. Ayer en Ezeiza casi me muero cuando vi a mi hijo mayor: tan grande, tan crecido, tan europeo... Está muy cambiado. Me pareció que era él y era otro: un hombre distinto y sin embargo mi querido Andrés con su sonrisa ancha, su gesto canchero y ese modo de abrazarme y levantarme en vilo que tanto había añorado en todo este tiempo. Cómo disfruté esos segundos cuando nos estrechó a los cuatro como si quisiera fundirnos con él. Marcelo se reía nervioso, como hace siempre cuando no quiere llorar, Andy tenía las pestañas mojadas pero trataba de mantenerse distante y yo lloraba y me reía como una loca. Federico, en cambio, sonrió tristemente, como si se reencontrara con un fantasma.
Después vinimos a casa. Y pasamos la tarde solos, hablando de miles de cosas, riéndonos, abrazándonos, tocándonos. Gozando del milagro de estar juntos mis tres hijos y yo. Y mi nieto. Marcelo no quiso traer a Mabel y a las nenas para que pudiéramos charlar tranquilos y Diana tampoco vino. Durante el almuerzo todo se equilibró: Federico sonrió y escuchó interesado a sus hermanos aunque nada dijo de su vida. Andrés se sentó al lado de Andy y le prodigó toda clase de mimos. Al anochecer llegó Aníbal. Por suerte, solo. Raro en él que muestre tacto pero esta vez tengo que reconocer que hizo lo debido. Se quedó un par de horas y prometió llamar para invitarlos a cenar a los cuatro.
Esta noche irán todos a casa de Marcelo. Yo me quedaré a descansar. Tengo el privilegio de que Andrés se aloje aquí y Andy también se quedará toda la semana para no separarse de su padre. Mañana los dos almorzarán con Diana y ya le dije a Andrés que deberá buscar la oportunidad de conversar largo y tendido, y a solas, con ella. Aunque ya no sea tu mujer tienen un hijo, y eso los mantendrá unidos toda la vida, les guste o no, le expliqué. En este momento tu hijo los necesita a los dos como nunca. Y la tarea de ser padres, buenos padres, exige diálogo.
Ayyyyyyy... cuántas emociones juntas. Gustavo. Gustavo Gustavo... El viernes me besó. Me besó. Y fue el beso más cálido y dulce que he recibido en toda mi vida. Me gusta su perfume, me gusta su aliento, me gusta su gesto, su hombría, su voz. Y no sólo me besó sino que me propuso salir un fin de semana con él. No dije ni sí ni no. Pero creo que se fue pensando que voy a decir que sí. Y yo también creo que diré que sí. Aunque no sé. No sé si corresponde ya. Es muy pronto. De todos modos no decidiré nada hasta que Andrés regrese a Italia y pueda pensar tranquila. No estaría nada mal pasar dos días juntos. Pero... Es algo que tengo que decidir sola, no puedo consultarlo con Ester porque me dirá que ya mismo me prepare el bolso y con Isabel... no le conté todavía.
El domingo me llamó, justo cuando estaba Aníbal. Y eso que le dije que no me llamara porque por la mañana llegaba Andrés y estarían todos en casa. Pero igual me llamó. Me gustó mucho que me llamara, apenas para decirme que había guardado mi beso en su almohada pero que necesitaba probar otra vez la dulzura de mis labios. Casi me muerooooo... Los chicos se dieron cuenta que algo raro pasaba y Marcelo preguntó quién había llamado. Aníbal me miró a los ojos como interrogándome. Lo peor es que me ruboricé y dije que había sido Isabel y que dejaba saludos para Andrés. ¿Isabel? exclamó Andrés. ¿Y cómo no me diste con ella? Me fui al baño para no contestar otra tontería. Puff...
Estoy feliz. Una felicidad que no es como un torrente que arrasa, no. No es un vino logrado en todo su esplendor. No. Es el mosto burbujeando en el tonel, prometiendo los aromas exquisitos de la fruta y la madera, madurando en los colores de las uvas.
Andrés está en casa. Gustavo ha llegado. Y en mi pecho crepita una hoguera de sentimiento que se abre paso entre mis viejas heridas.

sábado, 25 de julio de 2009

CAPITULO 14





¿Qué atrae a un hombre de una mujer? Supongo que es lo que adivina en ella, lo que no expresa pero uno atisba en su mundo interior. O entonces es que está escrito en el cielo que dos personas están destinadas la una a la otra, como dicen los poetas. Pienso en Marta, así se llama la mujer de los ojos adolescentes a quien volví a encontrar en una librería y con quien estuve un par de horas conversando en El Foro, mientras tomábamos sucesivos cafés y aguas y zumos, ambos prendidos de súbita sed, tal vez por alargar el tiempo de estar juntos. Al menos fue lo que a mí me sucedió.
Mantuvimos un diálogo fluido, superficial sin ser fútil, como conviene cuando dos personas se encuentran por primera vez. Marta tiene la virtud de dar consistencia a los temas que aborda aun si no los profundiza. Reparé que cuando se le hace una pregunta sostiene la respuesta durante una fracción de segundo mientras se reproduce la pregunta a sí misma, elabora la respuesta y luego la comunica. Eso da una encantadora solemnidad a sus dichos, por más que el tema sea absolutamente insustancial. Sus palabras surgen envueltas en un aura de íntima convicción, lo que confiere autoridad a las opiniones que emite cuando el asunto abordado requiere seriedad. Además, es divertida. Disentimos sobre los méritos del sol de Sicilia y del sol de Toscana, fingiendo atribuir desmesurada gravedad al debate, a propósito de un dije que traía al cuello colgado de un hilo de oro. Al final nos reímos mucho cuando me preguntó si yo conocía el sol de Sicilia y le dije que no, que había estado aduciendo razones por el placer de ver el brillo de su rostro cuando defiende un argumento.
Me dio su teléfono y hoy la llamé para invitarla a venir a casa para ver un DVD con fotos de un reportaje que Teresa hizo en Italia, y le propuse que después fuéramos a cenar. Vaciló y dijo que lo pensaría, sin embargo condujo la conversación de manera de averiguar si vivía solo. Le dije que durante el día la empleada está en la casa, por si temiera comprometer su reputación. Debe haber notado que le descubrí la estratagema porque atisbé una risa infantil, con un dejo juguetón en el tono de voz cuando me dijo que se tomó casi sesenta años en construir su currículo de mujer honesta y no creía poder destruirlo en unas horas. Al final aceptó venir el próximo viernes sobre las seis.
Le conté a Teresa que había conocido a una mujer que me gusta y me conminó a que no la dejara huír. Cuando le dije que ya no tengo edad para involucrarme en asuntos amorosos se echó a reír y me preguntó si era impotente. No le respondí por pudor de padre frente a una hija nada discreta. En verdad no, no soy impotente, al contrario, tal vez por falta de pareja desde hace mucho tiempo tengo sueños húmedos, como los adolescentes. Para mi disgusto tampoco Adelina le da más importancia a la discreción que a sus instintos maternales y por eso al atisbar los vestigios de mi incontinencia lúbrica en las sábanas y en mis pijamas ya me dijo más de una vez que tengo que buscar una mujer.
¿La habré encontrado en Marta? Es demasiado prematuro hacerme esa pregunta. Y quizá demasiado tarde para tener respuesta.

Mientras tanto, mis asuntos familiares se encaminan hacia un desenlace feliz. Ann me llamó para contarme que van a intentar con Gus recomponer su matrimonio. Le dije que en nuestra familia no lo intentamos, lo conseguimos aunque cueste, y me contestó con una voz ansiosa que le gustaría tener mis certidumbres. Podría haberle dicho que mis certezas son fruto de la experiencia, pero deduje que le aportaría más ánimos si le dijera que somos seres especiales, hechos de madera de ley. Estuvo de acuerdo. "Sí que lo somos", afirmó, y se le notaba orgullosa de su capacidad para superar obstáculos. En verdad, tal vez seamos tan sólo pecios a la deriva en la riada, como tantos, pero mejor no decirlo. Ni siquiera pensarlo.
Es evidente que Ann aceptó la idea de que lo sucedido fue una crisis más, como tantas que suceden en las parejas. Por su parte Gus terminó su relación extra conyugal: vino expresamente a casa para decírmelo por si eso me quitaba una preocupación, como afirmó con cara de tristeza. No está todo bien para ninguno de los dos, eso está claro. Hay huecos que a veces se transforman en abismos. Fue eso que les dije a ambos, con un tono de voz que intenté que pareciera alegre y no sentencioso: "Si saltaron sobre el hueco y llegaron al otro lado no miren hacia atrás para evaluar el tamaño del salto, porque los miedos no son un buen soporte para el futuro". Y realmente es lo que pienso: lo importante es que superaron el obstáculo.
Creo que ambos buscaban un argumento para justificar su indecisión en cuanto a la fuerza de los lazos que los unían, y finalmente lo encontraron. No fue necesario buscar muy lejos: Ariadna.
Lo presentí cuando la niña vino a casa a preguntarme si, en el caso de que hubiese separación, podría venirse a vivir conmigo. Le dije que sí, evidentemente sí, sin sombra de duda. Sin embargo le hice notar que sería necesaria la aprobación de sus padres. "¿Para qué?" Preguntó, levantando las cejas en el intento de aderezar su carita juvenil con un aire de ancestral sabiduría: "¿Si el padre puede salir de casa, por qué la hija no puede?" Explicó que no estaba dispuesta a ser la hijastra de algún o alguna turista ocasional que se presentase en la vida de Gus o Ann para compartir cama y comida. Con la autoridad que le confiere la inocencia de sus 17 años declaró que en breve será mayor de edad y que es tiempo de hacer su vida Después, con una sapiencia que me causó sorpresa y admiración, aclaró: "No estoy abandonando a mi familia, sólo cambio de residencia, en vez de vivir con mis padres paso a vivir con mi abuelo". Decidí no argumentar. Todo lo contrario, asumí un aire cómplice y le dije que tenía razón, al entrever la posibilidad de que un diálogo de ese tipo con sus padres podría ser la piedra de David en la frente de Goliath.
No me equivoqué. Gus y Anita buscaban una justificación para volverse atrás en su decisión e imagino el lío que Ariadna debe haber armado al exponer su proyecto de mudarse conmigo. Probablemente les ofreció la oportunidad de dejar de lado sus desavenencias y seguir adelante.
También Fernando debe haber ejercido una buena influencia. Cuando lo llamé, antes de la llegada de Ann a Entre Ríos, le dije: "Si algún día Teresa decide dejarte ya sabés que no va a contar con mi apoyo". Debe haber sido razón suficiente para que colaborase para evitar la separación.
Por esas cosas, lo de Ariadna, lo de Fernando, lo de Teresa a quien conseguí que por lo menos se callara si no tenía nada positivo que aportar, fue que Ann terminó la conversación telefónica diciéndome: "Sos un manipulador descarado". Le respondí que desde el inicio les había avisado de que no iba a ser fácil destruír a mi familia. Escuché su carcajada del otro lado de la línea. "Gracias", dijo, "te debo una".
Yo a vos te debo mil, inglesita, aunque todavía no te hayas percatado de que cuando mi mujer se murió pasaste a ser la madre de la familia.



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Debo estar loca. Rematadamente loca. Gustavo me llamó y desde ese momento tengo un par de grillos revoltosos cantándome en el pecho. Dios mío... ¿Cómo es posible que a mis años... y después de tanto tiempo... ? Me llamó y me invitó a ver un DVD en su casa, y después a cenar. Y dije que sí. Yo... yo. ¿Será la crisis de los sesenta que me devuelve a los devaneos de la adolescencia? Debo estar loca de verdad. Vaya a saber a qué hora me acostaré el viernes, y el domingo a la mañana llega Andrés. Bueno, no tengo por qué regresar tarde. A lo sumo a medianoche estaré en casa, ya que el sábado tendré que preparar miles de cosas. Además no es prudente prolongar demasiado el encuentro: a las seis estaré en su casa para ver el video, a las nueve iremos a cenar... antes de las doce le pediré que me traiga. Andrés me ha dicho que tendrá aquí su base de operaciones y Andy vendrá el sábado a la noche a dormir para que el domingo temprano Pablo nos recoja y vayamos todos juntos a Ezeiza. Y sí, era de esperarse. ¿Adónde iba a ir Andrés? Con Diana, imposible. A un hotel, menos. Ya veo que Andy también se quedará en esos días aquí, si es que -como espero- padre e hijo consiguen romper el hielo de entrada. Menos mal que será apenas una semana. Ay.... qué digo. Con las ganas que tengo de ver a Andrés, de hablar con él, de que me cuente todo, de abrazarlo. Pero me incomoda pensar que si Gustavo me llama para salir el lunes o el martes, tendré que explicarle, decirle que no. Bueno, me parece que me estoy pasando de revoluciones. Calma, Marta. ¿Quién te dijo que este hombre es el hombre que has soñado a tu lado en una cama eternamente vacía? Está bien, me llamó. Pero nada indica que volverá a llamarme. Tal vez sea sólo el viernes y basta. Y si es así no pasa nada.
No sé qué voy a ponerme. El conjunto nuevo color uva me sienta bien, las chicas me lo dijeron. Pero es con pantalón, creo que me conviene ponerme el gris perla, que no tiene mucho uso y la falda me cae estupendamente. No. El gris perla es fino pero aburrido. Me opaca. Ya sé. Me voy a poner la falda negra con la camisa de seda clara y la chaqueta color fucsia. Pero me voy a comprar zapatos en lo de Ferraro. Menos mal que ayer cobré las traducciones de Pirelli.
¿Cómo será la casa de Gustavo? Me la imagino con muebles de estilo, varios espejos y algunos objetos de arte sabiamente distribuidos: pocos pero de firma. ¿Y si tuviera un amoblamiento moderno, con esos horribles módulos de metal y vidrio? Noooo, no puede ser. Ese hombre de mirada dolorida que sabe sobreponer a sus ojos colgándoles una sonrisa traviesa, no puede tener mal gusto.
Gustavo. Qué hermoso nombre. Varonil. Como tallado en piedra. Pero piedra blanda, firme, con cierta dureza pero muy fácil de rasgar para llegar a su entraña.
No le diré nada a los chicos. No quiero que se alarmen, ni que opinen, ni que empiecen con sus bromas. Ya tendremos bastante en estos días con Andrés y su circunstancia como para agregar otro tema que puede resultar... álgido. Además, no les debo ninguna explicación ¡Qué embromar! Los otros días le comenté a Ester de mi encuentro con Gustavo en la librería, de la charla en El Foro y todo lo demás. Me dijo: bravooooo, agárralo del cogote y no lo sueltes. Y ante mis dudas agregó: tu mamá no te va a retar, no vas a quedar embarazada en una noche de desorden hormonal y además, no tenés veinte años como para tener miedo de avanzar un poco, nena. Ay, es una bestia para decir las cosas pero tiene razón.
¿Tendré que decírselo a Isabel? No sé por qué me da cierto reparo que lo sepa. Estoy segura de que no le va a importar, para ella lo pasado no existe, le resbala. Hasta creo que le resultará divertido que salga con su ex. Pero por ahora no le diré nada.
Mañana temprano iré a la peluquería y después, a comprarme zapatos y tal vez otra falda: una que me avive. Quiero que Gustavo me vea espléndida, juvenil. ¿Me quedará bien el collar de piedra negra con la pulsera haciendo juego que Ester me trajo de Taormina? ¿O me sentará mejor la gargantilla de oro que me regaló tía Juana?

martes, 21 de julio de 2009

CAPITULO 13





"Mi especialidad son los divorcios ajenos", fue lo que le dije a Gus. Y él sabe que treinta y cinco años de experiencia como Juez de Familia me dieron la oportunidad de evaluar muchos errores de elección. Sin embargo, lo que aún no había tenido la oportunidad de decirle es que constaté que, pasados algunos años de una nueva unión, un hombre o una mujer se encuentran en la misma situación en que se encontraban cuando deshicieron su matrimonio anterior. No es raro que se enteren de que la nueva pareja tiene los mismos defectos que veían en la primera, porque los seres humanos tenemos casi las mismas imperfecciones. No hay pasión que resista incólume a la rutina: la misma frustración ante el hastío y la falta de emoción se instala en la mayoría de las parejas al cabo de un tiempo. Ésa es la gran prueba que el amor debe superar, la de ganar un compañero o compañera cuando la pasión se acaba. Personalmente estoy convencido de que salvo los casos de malos tratos físicos o psicológicos, o anomalías afectivas graves, deshacer una familia para constituir otra resulta si no un error por lo menos una tontería.
Le hablé sobre la diferencia entre enamoramiento y amor, mejor dicho, le recordé el tema, puesto que fue él mismo quien, hace muchos años, me regaló el libro de Francesco Alberoni. Probablemente lo habrá releído recientemente porque me respondió con una cita textual: "Es posible amar a dos personas al mismo tiempo, amar a una y enamorarse de otra, pero no es posible enamorarse de dos personas a la vez". Le pregunté en cuál de esas situaciones encajaba su relación extra conyugal y afirmó que ama a Ann pero está enamorado de Laura.
Al menos no perdió la lucidez: no olvidó que el amor no es una crisis, es la salida de una crisis. Pienso que leí esa frase en Alberoni.
Sin embargo, parece que el problema mayor consiste en que Ann no ve salida a la situación, está demasiado maltrecha, se siente desplazada y aunque él piense que lo mejor es hacerse perdonar y seguir adelante con su vida familiar, tiene serias dificultades para lograrlo. Pero lo conseguirá, lo sé, lo siento, mi hijo siempre fue un batallador. Al despedirnos no resistí el preguntarle si abandonar a Laura para volver a Ann lo hacía sufrir. "Como un perro", me respondió. Y fue con el corazón estrujado de pena y conmoción que lo vi irse a su vida de dilemas. Querría haberle dicho que conocer a Laura probablemente fue tan solo un azar más, de los muchos que nos suceden en la existencia, pero no creo que esté preparado para ver la realidad con una mirada tan fría. Adelina debe haber notado mi preocupación cuando Gus se fue, porque antes de salir me dijo: "El niño anda triste". "Supongo que andamos todos tristes", le respondí.
El día siguiente Ann me llamó y me dijo que se iba con Ariadna a pasar un fin de semana en la estancia de Fernando. Otra que anda buscando soluciones en donde no se encuentran, pensé, y recordé una vez más a esa mujer a la que oí la otra noche en el Tortoni. Creo que si Ann se dejara guiar por su corazón tal vez fuese por mejor camino. Antes de cortar le sugerí que preguntase a Fernando adónde va a buscar la garra para querer tanto recibiendo tan poco a cambio. Me dijo que era exactamente con ese objetivo que iba a Entre Ríos, y por su respuesta me enteré de que también ella quiere hacer algún esfuerzo para salvar su matrimonio.
Mientras tanto, fui a encontrarme con el inspector Mandelli en el Ibérico, como habíamos acordado. Su conjetura es lógica: piensa que Luzmán puede haber matado a Elisa y a la niña y enseguida mató a Moreno y compuso la escena para simular el suicidio.
Formuló esa teoría en base a entrevistas que tuvo con los padres de Luzmán, los padres de Elisa y el propietario de las casas que alquilaban tanto Luzmán como Moreno. Supo por los padres de Luzmán, a quienes fue a entrevistar a Carmen de Areco, que él cultivó un sentimiento de amor y veneración por Elisa desde la adolescencia, y que por eso se fue tras ella a Buenos Aires, para estar cerca si su matrimonio con Moreno fracasaba. Los padres de Elisa, que viven en ese mismo pueblo, ratificaron eso y le dijeron que Elisa y Moreno los visitaron el fin de semana anterior a la tragedia, contentos porque se habían reconciliado. El locador, por su parte, le comentó que por esos días Luzmán le comunicó que dejaría la casa que ocupaba y que tomaba a su cargo el pago del alquiler de aquella en que vivía Elisa.
Atando cabos Mandelli concluyó que Elisa, una vez separada de Moreno, aceptó a Luzmán y le prometió que iban a vivir juntos, pero después cambió de idea y decidió volver con el marido. Opina que esa frustración de sus proyectos puede haber enloquecido a Luzmán, lo que lo llevó a cometer los crímenes, posiblemente en la secuencia de una discusión violenta. Observé que un escenario pasional no parece compatible con la cuidadosa simulación del suicidio de Moreno, pero el Inspector había ya reparado en ese detalle, por lo que va a pedir al Cuerpo Médico Forense se le informe la hora en que se produjo cada uno de los decesos. Aguardo con interés lo que descubrirá, y no me sorprendería si su teoría fuese exacta: más sabe el diablo por viejo que por diablo, y la experiencia nos permite leer ciertos esquemas mentales como si fuesen libros abiertos.
De todo, concluyo que mire por donde mire a mi alrededor las personas naufragan en sus vidas afectivas y bracean para sobrevivir. De ser cierta la deducción de Mandelli, Luzmán intenta olvidar a la mujer a quien mató por no poder olvidarla mientras vivía; mi hijo, primero se deja enredar en un idilio accidental y luego lo encuadra en una teoría para poner riendas al corazón; Ann busca en los ejemplos ajenos la fuerza para encontrar nuevas perspectivas para su panorama emocional; Fernando espera incansablemente a una mujer que no le prometió que vendría; Teresa elabora cuidadosamente un esquema, bosquejo emotivo para substituir la aventura profesional cuando ésta deje de parecerle estimulante
¿Y yo? Mi último naufragio fue en los brazos de Isabel. Después, la soledad a flote en el mar llano de la nada. ¿Será que aún soy capaz de navegar en las aguas de un afecto y mantenerme en la superficie? Creo que ya no tendré la oportunidad de encontrar la respuesta para esa pregunta.



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Qué curioso. Cada vez que debo ejercer a la máxima potencia el rol de mater familias, regreso a mí con unas ganas desmesuradas de abrazarme a un hombre que me ame. Sin tiempo. Sin preguntas. Me siento como una barca a la deriva, no a punto de naufragar, no, pero muy cansada de andar por el océano de la vida diaria con un único remo, gastadísimo, que ansía amarrar en una hombría generosa y dulce. Es curioso, sí. Lo he sentido muchas veces desde que no está Aníbal, pero apenas me he permitido reconocerlo: un pensamiento punzante como una espina al que no he dejado crecer más que unos instantes, desplazándolo casi con violencia en pro de la lista de las compras, las clases o la puesta en hora del despertador. Y ahora, cuando ya estoy a bordo de los sesenta, me animo no sólo a dejar que ese pensamiento cuaje, aunque se ponga filoso como un cuchillo, sino también a escribirlo.
Hace un rato salí de la ducha. Cuando fui a mi cuarto y dejé caer el toallón para vestirme, vi por el rabillo del ojo a una mujer desnuda que hacía años no me atrevía a mirar de frente. Pero esta vez la miré. La recorrí con la vista meticulosamente. Los senos caídos, pliegues en el vientre, el pubis desvaído, los muslos gastados. Patas de gallo junto a los ojos y un par de arrugas recién nacidas a los costados de la boca. Un cuerpo que amó y fue amado, un cuerpo que dio a luz a las criaturas de su especie. ¿Un cuerpo que empieza ya a no ser? Otra curiosidad. Cómo pensar en empezar a no ser cuando hay tanto por hacer, cuando se tienen las mismas ganas de anclar en el otro, de copular para encontrarse en esa esfera vital en la que hallamos la completividad?
¡Ay Dios! Creo que estoy escribiendo un montón de tonterías. Todo esto me pasa, porque encima del esfuerzo emocional de poner a Andrés en el camino de ser padre de veras, ayer me sucedió algo muy peculiar.
Estaba en Ghandi buscando un libro para regalarle a Andrés, algo que le sirva o que al menos lo oriente en esta tarea nada fácil de reanudar con su hijo un vínculo muy deteriorado. El vendedor me dijo que me fijara en los estantes de psicología y de autoayuda. Saqué un ejemplar, luego otro y otro, y al fin ¡se me cayó uno! Cuando iba a levantarlo una mano masculina se me adelantó y al alzar la vista me encontré con el rostro fino y sonriente de ese juez que fue pareja de Isabel. Esta vez no es culpa mía por cruzarme en su camino, me dijo. Y me devolvió el libro. Me gustó su sonrisa, me gustó su perfume, su caballerosidad. Y me quedé como una tonta, como me suele pasar. Seguro que me puse colorada porque él no dejaba de sonreir y me tendió la mano para presentarse: Gustavo Ortiz Martínez. Fingí no conocerlo, y tal vez él hizo lo mismo, aunque en verdad creo que sólo un par de veces nos vimos en alguna reunión y los hombres, cuando están enamorados, suelen olvidar las caras femeninas que no les interesan. También me presenté y no se me ocurrió otra cosa que comentarle la coincidencia de habernos encontrado dos veces por esa torpeza mía de dejar caer un libro. Entonces me dijo: ¿Por qué no dejamos la literatura para otro día y vamos a tomar un café? Dudé, como siempre. Soy tan pava en esos casos. A mi edad... Debe haberlo notado porque esperó serenamente a que aceptara, mirándome con una dulzura que me bandeó el corazón. Fuimos a El Foro y estuvimos como dos horas hablando de miles de cosas: de literatura, de la justicia, de la familia, de los hijos... de la pareja. Hacía tiempo que no lo pasaba tan bien. Insistió en acompañarme a casa y nos fuimos caminando despacio, como dos viejos jubilados. No lo invité a pasar cuando llegamos y él tampoco lo sugirió. Gracias a Dios. Pero me pidió mi número de teléfono y se lo di. Ayyyyy... ¿Habré hecho bien? Justo ahora que llega Andrés. Y bueno, ya veremos si me llama. A lo mejor sólo fue una cortesía, algo así como un broche gentil para un encuentro casual que le permitió quemar dos horas de aburrimiento.
Pensaba en eso. Si pasara algo... No ahora, claro, no lo permitiría, pero si pasara, sólo suponiendo que pasara, dentro de dos, tres o seis meses
¿me atrevería a mostrar este cuerpo en franco proceso de declinación?
¿Será verdad que el amor, aún el amor físico, no pide pechos firmes ni músculos fibrosos sino nada más y nada menos que comunión espiritual?

domingo, 19 de julio de 2009

CAPITULO 12




A veces de una fuente extraña e inesperada nos llega un reflejo de luz, como una farola alumbrando la oscuridad en que estamos sumergidos. Sucedió al final de una tarde, más bien al empezar una noche en que no me apetecía irme a casa temprano, cuando fui al Tortoni, y me quedé tomando un aperitivo mientras daba vueltas a mis pensamientos que giraban entre certezas e incertidumbres. En la mesa detrás de la mía dos señoras conversaban y, aunque no prestaba particular atención al diálogo, de a ratos la voz de una de ellas me llegaba clara y sonora, no por su volumen sino por la elocuencia de su entonación. En un momento dado le escuché decir esa cosa tan sencilla y verdadera: que uno construye la felicidad a partir de su yo desnudo, obedeciendo al corazón. Esa frase se me metió muy adentro, y me hizo pensar si no estaré intelectualizando mis problemas con relación a Gus y Ann en vez de ir simplemente a su encuentro y hablarles desde el fondo de mi alma, para alumbrar la realidad con algo que no sean conjeturas deshilachadas.
Cuando las señoras se levantaron para irse pude ver el rostro de la dueña de la voz que había escuchado. Fue cuando se volvió para hablar a su compañera que caminaba algunos pasos detrás de ella, y me percaté de que ya había visto aquel rostro: era el de la mujer que hace algunos días tropezó conmigo en una librería cayéndosele un libro que levanté del suelo para devolverle. Fue una exquisita coincidencia. En ese momento me impresionó su mirada al agradecerme, porque creí atisbar una sonrisa en sus ojos, como si hubiese cometido un desliz y se perdonase inmediatamente por ello. Recuerdo haber pensado que es de veras extraordinario que una señora de mediana edad mantenga aquella luz de la adolescencia en la mirada. Y ahora, después de escucharla, me asombra que la mantenga también en el corazón. Hay personas que no permiten que la vida las empobrezca y acobarde.
Lo cierto es que, movido por ese acontecimiento o por cualquier otra razón que no me detengo a buscar, al día siguiente estacioné el coche frente al Instituto y me quedé esperando a Ann a la salida de las clases. Se sentó a mi lado y le pregunté sin rodeos qué había querido decir al mencionar que no era ella la que se acostaba con otro hombre, sino Gus. Me miró como dudando si debía responder por lo que le pregunté claramente si mi hijo estaba involucrado en una relación homosexual. Rió nerviosamente y respondió que no, que quiso decir que no era ella quien se acostaba con otro hombre sino que era Gus que se acostaba con otra mujer. Y añadió que no estaba dispuesta a hablar conmigo sobre el tema, que debería decirle a mi hijo lo mismo que le dije a ella: que tomase su cepillo de dientes y saliese por la puerta trasera. Me disculpé por haberle hablado de esa forma y respondió que no me preocupase, que a esas alturas ya nada la puede sorprender ni afligir. Sin embargo tenía la voz tan triste que le tomé la mano y le pedí que me contase cómo se sentía. Para mi sorpresa dijo que no culpa a Gus por haberse enamorado de otra mujer, que sabe que esas cosas pueden suceder a cualquiera –"Podría haber sucedido conmigo", dijo, sabiamente–, pero que eso no le impide sentirse frustrada, dolida, y con una terrible sensación de que fracasó en algo y no sabe en qué.
Después de ese diálogo con Ann llamé a Gus y le dije que precisábamos conversar. Estaba demasiado ocupado para ir a almorzar conmigo pero afirmó que pasaría por casa tan pronto le fuese posible. Le dije que lo esperaba a la noche, y ahora estoy aquí, sabiendo con absoluta certidumbre lo que debo decir para intentar convencerlo de desistir de ese desvarío de la fantasía, porque como dijo la señora de los ojos adolescentes, voy a hablarle con el corazón libre de ataduras.
Mientras tanto me llamó el inspector Mandelli, proponiendo que nos encontráramos. Me contó que anduvo haciendo averiguaciones y que formuló algunas conjeturas sobre el caso que le gustaría compartir conmigo. No quiso adelantar nada por teléfono, y combinamos encontrarnos mañana para almorzar en el Ibérico. Así que volví a pensar en Paloma y en su inocencia devastada, en los dibujos que todavía no empecé, en la mujer con el corazón adolescente cuya mirada me gustaría dibujar.

**********



Acabo de regar mis plantas, de quitarles alguna que otra hojita seca, de mimarlas. Les he puesto música clásica (un poco de Beethoven) mientras les hablaba de este cielo espléndido de azules y de sol que nos ha regalado la mañana. Me encanta hablarles. A veces pienso que las cuido y las atiendo como cuidaba y atendía a mis chicos cuando eran eso: chicos. Después... Después he procurado ser una madre que está pero no interfiere, no invade. Por no ser una vieja metida. Creo que a todas las madres de mi generación les ha pesado ese mandato. Ellos, en cambio, cuando son adultos, o nos ignoran totalmente como Andrés, o se meten en todo como Marcelo. Los otros días tuvo el coraje de decirme que no aprobaba mi viaje a Colonia Illia. Como le paré el carro empezó con que cuidado con los mosquitos, que si me enfermo la Colonia está lejos de un hospital como la gente, que si será aburrido pasar los días con Ivonne, que no tendré otra cosa que hacer que rezar el rosario con ella. Federico... Federico es otra cosa. Se prodiga conmigo, pero hasta un punto, como si una pared transparente nos separara. Aunque desde que se fue a vivir con Pablo me llama seguido, me pregunta si necesito algo, si tomo los remedios. Ayer vino a verme y se quedó a cenar conmigo. Es como si sintiera algo de culpa por haber sido el que me dejó sola, por eso anoche le dije que me hacía feliz saberlo feliz. Y me abrazó fuerte.
Gracias a Dios Andrés parece haber reaccionado. Anteanoche estuvimos hablando durante larguísimo rato. Me escuchaba en silencio, sin interrumpirme. Tanto, que en dos ocasiones le pregunté si estaba ahí todavía. Entendió. Durante todos estos años no pensó siquiera que su hijo crecía y lo necesitaba en su vida. No me imaginé mamá, no imaginé que podía pasarle eso, me dijo. Dios mío, qué torpe. Pensó que Diana lo llamaba para pedirle dinero. Cómo es posible que haya echado un hijo al mundo y... Por suerte entendió. Tanto que ayer mismo lo llamó a Andy y vendrá a Buenos Aires en los próximos días. Se quedará apenas una semana, pero en agosto regresará por todo un mes.
Le escribiré a Ivonne diciéndole que viajaré a Colonia Illia un poco más adelante, después que se vaya Andrés. Me muero de ganas de ver a mi hijo mayor, de abrazarlo, de mirarlo a los ojos y saber que de verdad comprendió que debe ejercer su paternidad responsablemente. Quiero preparle empanadas de carne y ver cómo disfruta comiéndolas, como antes. Quiero verlos a mis tres hijos juntos, una vez más. Y quiero que Andy sonría de nuevo.
Sé que en una semana no tendrá mucho tiempo para mí, y que lo fundamental es que esté con su hijo, que hablen, que se cuenten todo, que uno al otro se abran el corazón. Pero al menos lo veré y volveré a hablar con él, de él y de Andy.
Qué difícil es encontrar el equilibrio, el punto justo para actuar como debe hacerlo una madre aún a riesgo de que sus hijos consideren que los invade. Transitar sin caer ni levitar esa zona estrecha en que se impone intervenir, y retirarse justo a tiempo para no entrar en el territorio en el que estar sería obstruir.
Los hijos no se hacen esos planteos. Si permanecen al margen de los padres, de sus angustias, sus enfermedades, o sus carencias es porque tienen que vivir su vida. Eso dicen y hasta parece justo. Pero cuando se les da la gana los mandonean sin freno y sin prudencia alguna, tomando posesión hasta de sus intimidades. Si lo sabrá Estela, que como si fuera poco su divorcio y las circunstancias que lo rodean, tiene que soportar las quejas de los suyos. Su hija mayor le reprocha no haber luchado para retener a su marido, que cómo no fue a buscarlo, que cómo no le dijo que a lo mejor ese chico no era de él. Qué falta de lucidez, por favor.
Los otros se oponen a que venda la casa, porque les molesta no poder ir los fines de semana a hacer asados, que los nietos no puedan usar la pileta en el verano, ni quedarse a pasar unos días allí en las vacaciones... Claro, si la tonta los esperaba con la carne lista y después le dejaban el quincho hecho una lástima y la que fregaba era ella. Y cuando se les antojaba le mandaban a los chicos para sacárselos de encima por un tiempito. Por eso le dije: pensá en vos, es tu turno, hacé lo que tu corazón te mande. Y el corazón le manda vender la casa y comprarse un loft en el centro, llevarse pocas cosas, cambiar de ambiente, liberarse del recuerdo del cabrón de su marido. Hablando de recuerdos, el Inspector Mandelli me dejó un mensaje en el contestador. Tengo que llamarlo. Y también voy a llamar a Ester. Le va a dar una alegría muy grande saber que su ahijado estará pronto en Buenos Aires.

martes, 14 de julio de 2009

CAPITULO 11




Nunca pensé que a esta altura de mi vida iba a tener la desagradable sensación de que lo aprendido no sirve para nada. Es como si la tierra se abriera debajo de mis pies.
Los otros días vi en el noticiero las imágenes de un huracán en Florida. Es como me siento, como si una catástrofe sacudiera mis cimientos, mis certidumbres, mi perspectiva del mundo.
No me pareció que la frase de Ann terminase con un punto final sino con puntos suspensivos, como si esperara que yo, al entender, la completara. Desde entonces he pensado en varias cosas, y entre todas las hipótesis hay una que no se me va de la cabeza: No soy yo que me acuesto con otro hombre… es Gus.
Y sin embargo, no me parece que sea así. O no lo acepto. O no lo entiendo.
Repaso todo lo que sé sobre mi hijo y no puedo creerlo porque siempre pensé que la homosexualidad se debe a factores genéticos y no adquiridos. O sea, tengo la convicción de que uno nace homosexual, no se vuelve homosexual.
Concluyo que no sé nada sobre el tema y debo tratar de informarme para comprender. Lo más raro es que de repente me entero de que no tengo nadie con quien conversar sobre ese asunto. No lo hablaré con Ariadna ni con Teresa. Intenté abordar la cuestión con Fernando cuando vino a verme en el fin de semana pero me preguntó a qué venía esa inquietud. No supe qué responderle y mentí que había visto una película en que un tipo casado, un jefe de familia, empieza a salir con hombres. Respondió con una carcajada que le sorprendía que no me percatase de que las películas, aun siendo en el género realista, son obras de ficción. Así que me callé y cambié de tema para no hacer el ridículo.
Hubo un detalle que puso unos tintes de color en el paisaje gris de mi existencia actual: Fernando me contó que cuando Teresa venga, en julio, va a estar unos días en la finca para ayudarlo con la remodelación de la casa. A ella no le gustan las sorpresas, y le dijo que si ha proyectado mejoras para que se sienta cómoda, prefiere hacerlas ella misma, a su manera. Ninguna respuesta podría haberlo hecho más feliz. Se metió en la cabeza que Teresa viene para quedarse o que al menos tiene la intención de volver a Argentina en un futuro próximo.
La estancia de Fernando aquí fue agradable, sirvió para aligerar mis pesadumbres. Trajo carne, como suele hacer, y Adelina se entusiasmó preparando asados con sus marinadas secretas que le place ir desvelando mientras sirve la comida, por lo que no sólo no son secretas sino que parece interesada en que nos enteremos de todos los detalles, lo que nos hace reír y nos despierta ternura.
El domingo fuimos a almorzar con Gus, Ann y Ariadna a un restaurante en las afueras y todos parecían extrañamente relajados, sólo yo me sentía tenso y aprensivo, aunque intentase disimularlo. No hablaron ni una palabra sobre la separación, lo que es raro, pues tienen una relación bastante próxima con Fernando y no creo que quisieran mantener el secreto con él. O se lo comunicaron antes, y entonces no había razón para abordar el tema. O no quisieron hablarlo delante de Ariadna. Mientras comíamos se me ocurrió que tal vez todos estuviésemos fingiendo una distensión que no era real, como si representáramos una escena en el teatro en la que cada actor cumplía un rol ocultando sus verdaderos pensamientos. En cierto momento me di cuenta de que con el paso del tiempo algo se quebró en mi familia sin que me hubiese percatado. De todos modos, me repito incesantemente que todas las familias tienen momentos de crisis y acaban por superarlos, pero me he vuelto extremadamente frágil y no soy capaz de encuadrar la realidad en una perspectiva exenta de emoción. Debo repensarme.
Tal vez debiese hablar con Teresa, pero lo de Ann y Gus no es para tratar por teléfono. Él aceptó que en julio nos reuniéramos todos para conversar sobre su separación. Y de repente me da pánico imaginarme con los míos, sentados alrededor de una mesa, escuchando a mi hijo decir que se enamoró de un hombre. Ni pensarlo. Cuando dije que los asuntos de familia se tratan entre todos no se me había ocurrido la hipótesis de algo fuera de la normalidad. Es precisamente esa sensación de ya no saber los límites de la normalidad lo que me hace sentir que un huracán arrasó mi vida. Supongo que tengo que analizar esto con un profesional porque no son temas para charlar con parientes o amigos.
A qué punto llega la soledad cuando un hombre tiene que pagar una consulta para conversar con alguien sobre algo que lo preocupa.


**********


A través de los cristales veo el rosal inmóvil, oscurecido, empapado de una irrealidad que el silencio agrava irremediablemente. Un silencio abrasivo, desgastante. ¿Será igual en casa de Diana? No en lo de Andrés. Seguro. A él, como a Aníbal, le bastará seguramente una mujer a mano y los ruidos de su ego para creer que el mundo gira como debe.

A las siete de la mañana sonó el timbre. Era Andy. Con unas cuantas copas de más y unos hilos de sangre corriéndole por la cara. Por poco me muero del susto, aunque al meterle la cabeza bajo la ducha y lavarle la herida me di cuenta de que era superficial: sólo un corte sobre una de las cejas. Chilló como un chico cuando le apliqué un desinfectante y enseguida empezó a lloriquear. Bueno, es un chico después de todo, aunque haya bebido como un viejo marinero. Apenas pude entenderle que a pocas cuadras de aquí tuvo una pelea callejera y le robaron o perdió el dinero, las llaves de su casa y el celular. Le saqué los zapatos e hice que se acostara en la cama de Federico. Después puse a hacer el café y llamé a su madre. A los veinte minutos ya estaba en casa. Desesperada. Al verlo a Andy dormido, lastimado, con la camisa ensangrentada y el pantalón roto, se echó a llorar con un llanto hondo, macizo, que seguramente guardaba desde hace mucho tiempo. La llevé a la cocina y preparé el desayuno. Mientras tomábamos el café con leche me contó que no era la primera vez que Andy regresaba así de la calle, que está muy preocupada y no sabe qué hacer. Siempre tuvieron una buena comunicación pero en los últimos meses todo ha cambiado: el chico no estudia, apenas sí va al colegio aunque falta seguido, no acepta reglas, no se sabe quiénes son sus amigos. Y lo peor, me dijo Diana, destruida, es que creo que consume algo raro. ¿Drogas? le pregunté con el corazón en la boca. No estoy segura, no sé -me contestó con un hilo de voz- pero algunos aspectos de su comportamiento son compatibles con los de un adicto.
Fue como si el universo se derrumbara sobre mi cabeza. Por unos momentos las dos callamos, sin atrevernos a mirarnos. ¿Andrés lo sabe? pregunté finalmente. Me dijo que ha tratado de comunicarse con él durante meses, que le ha dejado mensajes en su teléfono pidiéndole que la llamara con urgencia, diciéndole que era por Andy y que él apenas le ha mandado un e-mail a su hijo preguntando si todo estaba en orden.
Me ha subido a la garganta una furia temible como una llamarada, pero me contuve. Cómo puede... Andy ni siquiera le ha contestado. A fuerza de indiferencia, de escuetos mensajes sólo para su cumpleaños y para la Navidad, de silencios ante los mensajes que el chico le enviaba comentándole sus cosas, Andrés se ha ganado el desamor de su hijo, ha plantado una distancia que quizás nunca logre desandar.
¡Pobre Diana! Qué agobio sobrelleva, y qué sola está. Su padre murió hace años y su madre vive con su nuevo esposo en Río Gallegos. No tiene hermanos y desde que Andrés la abandonó, se ha alejado un tanto de nosotros. Y nosotros de ella, tal vez. Marcelo es un buen padre de sus hijas, pero nunca ha querido asumir otros roles protectores, ni con Federico en su momento ni con Andy. Federico... siempre fue rechazado calladamente. Andrés le clavó su desprecio desde la adolescencia ¿qué culpa tiene ahora de estar lejos de Andy?
Andy es algo así como el testimonio de la disgregación familiar. No están rotos los lazos, pero resultan inhábiles a la hora del dolor. Hay amor, no puedo decir que no lo haya. Así como Aníbal, a pesar de todo ama a sus hijos, seguro que Andrés ama a Andy. Pero el amor no basta. No si no se ejerce en toda su dimensión. No si cada uno hace de su vida una cuadrícula inexpugnable, ignorando a los demás y siendo ignorado a su debido tiempo.
Voy a llamar a Andrés. Tendrá que escucharme lo quiera o no. No voy a dejar sola a Diana ni voy a permitir que mi familia deje de ser una familia.
Hasta soy capaz de viajar a Milán y traerlo del fundillo si es necesario.

Lo llamaré dentro de una hora. Aunque esta angustia que llevo en el alma me siga creciendo y ni siquiera sepa cómo voy a explicarle que debe asumirse como hombre.

Anoche mismo le decía a Estela en el Tortoni que la felicidad es posible si uno la construye a partir de su yo desnudo, libre de ataduras, obedeciendo únicamente al corazón. Va dove ti porta il cuore, le dije recordando el final de la novela de Susanna Tammaro.

Mi corazón me lleva a intentar el camino al corazón de Andrés. Dios pondrá en mi boca las palabras necesarias.

sábado, 11 de julio de 2009

CAPITULO 10




Acabo de volver de una cena con Gus y Anita en L'Orangerie. Vuelvo como quien vuelve de un naufragio.
Por la sofisticación del restaurante, la pompa y circunstancia de la invitación y lo inusitado en sus rutinas de salir por la noche a excepción de los fines de semana, pensé que había algo que celebrar. Repasé las fechas de los cumpleaños y aniversarios familiares por si acaso se me hubiese pasado alguno digno de festejo, pero mi memoria no arrojó ningún dato válido. Concluí que me iban a dar malas noticias y no me equivoqué: decidieron separarse. Esperaron para decirlo cuando ya habían servido el postre, posiblemente pensando que eso no me daría tiempo para argumentar y me vería constreñido a aceptar la comunicación –dicha en tono informal y ligero– de que mi familia se estaba desmoronando. Se equivocaron. Yo tengo todo el tiempo del mundo para luchar por los míos.
El diálogo fue caótico y salí del encuentro perplejo y confundido. Repaso incesantemente la conversación y no llego a comprender con claridad lo que creo haber atisbado. Trato de rever la escena y establecer alguna ligazón entre las actuaciones de los protagonistas, como si se tratara de una pieza de teatro, para detectar en qué instante la realidad se escapó a mi entendimiento.
Mi primera reacción fue decirles que no, que no estaba de acuerdo, lo que provocó en Gus una mirada perpleja y en Anita un asomo de indignación. Como si fuese una desfachatez que el jefe de la familia se atreviese a opinar en un asunto de tan graves consecuencias.
Les recordé que cuando decidieron casarse tuve con ellos una larga conversación acerca de cuánto hay que renunciar para llevar a buen puerto una vida de a dos. En aquella ocasión pensaba sobre todo que sería bastante difícil para Ann vivir lejos de su familia y de su país, y de veras lo fue, principalmente cuando sus padres murieron en el accidente y se quedó sin otra familia más que nosotros. Presentía que tendrían problemas y tuve el cuidado de hacerles ver esa posibilidad. La verdad es que a lo largo del tiempo afrontaron los obstáculos y los superaron. Y me vienen a decir ahora que después de dieciséis años se enteraron de que sus temperamentos no son compatibles. Les dije que eso no era posible: ninguna pareja tarda tanto tiempo en constatar que no se lleva bien. Supongo que en ese momento se percataron de que el diálogo no sería fácil. Yo lo supe desde el primer instante.
Ann intentó plantear las cosas de forma airada: "En nuestra relación ya no existe alegría", aclaró como si ése fuese un argumento de peso. Le respondí que una familia puede vivir sin alegría, lo que no puede es vivir sin pan y sin respeto.
Gus no dijo nada, se quitó las gafas para limpiarlas con el pañuelo, lo que hace siempre que quiere ganar tiempo para pensar en la réplica adecuada, por lo que decidí concentrarme en Ann que se ponía evidentemente nerviosa y era, por tanto, el interlocutor más frágil.
Ponderé que siendo un asunto de familia, debía ser objeto de conversación entre todos los involucrados, por lo que tendríamos que hablarlo con Ariadna y Teresa. Eso la puso de veras enojada. Dijo que no me habían llamado para consultarme sino para comunicarme una decisión, y cuando le respondí que en ese caso no habían elegido la forma correcta, declaró perentoriamente que no necesitaban mi aprobación, probablemente pensando que era lo suficiente para callarme. No lo era.
Cuando Gus dijo que habían decidido que él se mudaría a un departamento próximo a su consultorio, le pregunté qué razones pueden llevar a un hombre a dejar a su mujer y a su hija, a irse de su casa, a deshacer su familia. No respondió y ni siquiera volvió a limpiar las gafas mientras buscaba argumentos. Al verlo con el mentón apoyado en la mano, mirando fijamente el mantel, se me ocurrió que tal vez él no deseaba la separación y que mi reacción le resultaba útil.
Ann estaba al borde de la apoplejía, tal era la indignación en su mirada y tan grande era el esfuerzo que hacía por no perder el control. Supongo que no le entraba en la cabeza que me hubiese atrevido a rechazar una decisión que, según parecen pensar, solamente afecta sus vidas. Noté que su voz, habitualmente clara, sonaba sibilina porque hablaba por entre los dientes para no desbordarse. Dijo que la decisión ya estaba tomada, que lo habían hablado con Ariadna y que la niña la había aceptado. Pregunté si le habían dado la opción de no aceptar. No respondieron. Aproveché su desconcierto momentáneo para decirles que si la separación ya era un hecho consumado me lo habrían comunicado por teléfono en vez de invitarme a un restaurante de lujo en una noche de martes.
Cuando Gus dejó la mesa para ir al lavabo decidí enfrentar a Ann de la manera más tajante y vil, para que entendiese de una vez que uno no se deshace de la familia como de un trapo viejo. Supongo que mi voz sonó ruda y cruel cuando le dije: "Mirá, si lo que pasa es que tenés un amante no te aflijas que eso no me impresiona en lo más mínimo".
Ahora que lo pienso me parece que sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no me detuve a observar sus reacciones y proseguí: "Si es el caso no me interesa en qué hotel gastás las tardes ni con quién, así que no cuentes conmigo para aprobar la disolución de esta familia". Sin darle tiempo a responder avancé tajante: "Somos cinco personas, ¿entendés? Sólo cinco personas que no tienen a nadie más en el mundo, y si ya no querés ser una de nosotros tomá tu cepillo de dientes y salí por la puerta trasera, pero no cuentes con soluciones de compromiso".
Al mirar de reojo a las mesas vecinas por ver si nos escuchaban vi que Gustavo volvía a la mesa y, antes de mirar de nuevo a Anita, oí su voz baja y ronca, como un soplo de fuego y furia que atravesó el espacio entre nuestras sillas y me quemó el oído, el corazón y la mente: "No soy yo la que se acuesta con otro hombre". Se levantó y dejó la mesa.
Gus y yo no dijimos una sola palabra mientras él pagaba la cuenta y salíamos del restaurante. Lo acompañé hasta su coche donde Ann ya estaba sentada al volante y antes de que abriese la puerta le dije: "Vos y yo necesitamos hablar". Para mi sorpresa respondió que no, que era mejor esperar a que Teresa regrese en julio y conversar del asunto con toda la familia. Supongo que de repente esa hipótesis me asustó y le dije: "No toda la verdad es necesaria, basta con la que no hiere a los que amamos".

Y ahora estoy aquí, con el alma en desorden, escribiendo para no pensar, porque cuando uno escribe puede elegir las palabras y el nombre que da a las cosas y cuando piensa no siempre puede evitar que el pensamiento lógico choque con las defensas de nuestro corazón.



**********




Resultó un tipo agradable el Inspector Mandelli. Puntual, como corresponde. Detesto a las personas que llegan tarde a una cita, me parece mucho más que una falta de respeto. Un agravio. Un robo. Porque roban descaradamente el tiempo de quien respeta el horario y suelen poner excusas de lo más extravagantes. De hecho, no concedo más que quince minutos de tolerancia, y una vez transcurridos me voy de donde sea o no atiendo el timbre. Pero el caso es que el Inspector llegó justo a las cuatro de la tarde, como habíamos acordado. Impecablemente vestido con un traje color habano, camisa beige y corbata al tono. Es grandote, de facciones toscas, pero se expresa con una elegancia insólita en alguien que, como él, ha estado inmerso durante años en un ambiente rudo, en el que es habitual el uso de un argot filoso, intra-policíaco.
Mientras le servía un café me dijo: veo que tiene Ud. un exquisito gusto en materia de arte, y se levantó para examinar de cerca un óleo colgado sobre la pared norte del living. Sonriendo le respondí que me lo había regalado su autor, padre de uno de mis alumnos, en retribución por haber contribuido a que su hijo se aficionara a la lectura de los clásicos. No entiendo nada de pintura, le dije, mi inclinación artística pasa casi exclusivamente por la literatura, aunque disfruto de todas las artes, claro.
Después de tomar el primer sorbo de café me explicó que pese a estar retirado de la actividad policial, una circunstancia fortuita lo llevaba a repasar los detalles de la causa del homicidio de Elisa y de su hija. Es una necesidad personal, me dijo, la apetencia de un hombre que descubre una nota discordante en una historia que hasta ahora aparecía como coherente, con todas sus piezas ajustadas.
Le manifesté mi sorpresa y hasta mi desconcierto ante su llamado, teniendo en cuenta los años transcurridos y el convencimiento que tenía de que ese asunto estaba esclarecido y, por lo tanto, definitivamente cerrado.
Me contestó que no había en principio elemento alguno para reabrir la causa y que lo tomara como un interés personal en confirmar las conclusiones que la investigación había arrojado en su momento. Enseguida me pidió que le hablara de Elisa. Le conté que era muy querida por todos nosotros, que se había integrado como si fuera una más de la familia, y era una pieza fundamental en el funcionamiento de mi hogar por su enorme dedicación y el cariño que ponía en la atención de mis hijos. Que en una oportunidad me había comentado el maltrato que le daba su marido y que esa era la única queja que le escuché en todo el tiempo que tuve trato con ella. También le dije que la nena había venido a casa varias veces para los cumpleaños de los chicos y que era un ángel, dulce, educada, de buenos modales.
Me preguntó quién se ocupaba de Paloma cuando Elisa venía a trabajar y tuve que pensar un poco. Finalmente recordé que un vecino de ella era quien iba a buscar a la nena a la salida del colegio, y se la llevaba a su casa donde se quedaba hasta que Elisa pasaba a retirarla.
Mientras yo hablaba, el inspector me miraba muy fijo, no de una manera ofensiva sino como si quisiera suave pero implacablemente horadar mi memoria hasta extraer de ella algún dato significativo que ni él ni yo sabíamos si estaba allí. Eso me agradó, es evidente que el caso le interesa pero también que ese hombre auscultador ha localizado alguna fisura en el asunto y está dispuesto a zambullirse en ella como sea para sacar algo bueno.
Aceptó otro café. Cuando volví de la cocina con la cafetera estaba ensimismado, con una mano en el mentón y la mirada perdida.
Interrumpí sus pensamientos bruscamente, porque al sentarme de nuevo recordé que Elisa me había comentado que el hombre de quien estábamos hablando era un amigo de su familia, oriundo del mismo pueblo que sus padres. Y que en días de paro de transportes él había venido a buscarla con una moto vieja, una Siambretta. Como tocado por un rayo me preguntó si yo lo había conocido y le contesté que en una de esas oportunidades salí a la calle junto con Elisa y lo vi apenas unos instantes mientras ella se acomodaba en el asiento trasero de la moto. A su requerimiento respondí que era un morocho fornido, de aspecto descuidado como la Siambretta, pero que no podría reconocerlo de ninguna manera.
El inspector dejó la taza de café sobre la mesa ratona, se acomodó contra el respaldo del sillón, y con un tono de voz un tanto misterioso me preguntó si Elisa solía venir con marcas visibles en su cuerpo que indicaran haber recibido golpes, pellizcones o alguna otra agresión física. Le contesté que no, que si no me hubiese hecho aquella confidencia no habría podido sospechar que su marido la maltrataba.
Como si hablara consigo mismo, Mandelli rezongó: algo no encaja.
Le dije que lamentaba no serle útil, pero que en esos años a mí me devoraban las obligaciones y apenas tenía tiempo para cumplirlas, y que quizás por eso no había tenido oportunidad de saber más como para ayudarlo.
Volvió a mirarme a los ojos y con una sonrisa encantadora me dijo que todo cuanto le conté era muy valioso para sus propósitos.
Antes de retirarse me preguntó si en el velorio había visto o escuchado algo raro, algo que me llamara la atención o que me hubiese parecido fuera de lugar.
Escarbé en mis recuerdos unos momentos y no me fue difícil contestarle que sí, pero que a lo mejor eran tonterías sin importancia. Respondió que yo no me imaginaba qué determinantes eran esos detalles muchas veces descartados por el común de la gente por parecerles insignificantes, y me pidió que por favor le manifestara sin temor lo que pensaba. Le dije que en principio me llamó la atención que no velaran al marido junto con Elisa y Paloma, porque al fin y al cabo habían sido una familia. Se sonrió casi piadosamente y creo que no le dio a eso importancia alguna. Le expliqué que me extrañó mucho el modo en que una señora que dijo ser cuñada de Elisa, me abordó cuando entré en la casa velatoria preguntándome quién era: no lo hizo con el normal interés de un familiar del fallecido, tampoco con curiosidad sino como increpándome, por lo cual pensé que tal vez era alguien de la policía.
Mandelli registró el dato, pero no reaccionó.
Por último le dije que lo que más me sorprendió fue la actitud de un grupo de familiares reunidos en la capilla ardiente, a dos pasos de los ataúdes cerrados. Palabras sueltas, gestos y miradas en los que creí percibir un reproche hacia Elisa, la desaprobación de una decisión suya o algo así, como si la consideraran de algún modo responsable de la tragedia.
Muy interesado, Mandelli me pidió que recordara qué palabras, qué expresiones había escuchado, pero por más que lo intenté me fue imposible hacerlo. Sólo tengo muy clara mi indignación ante la sospecha de que culpaban a esa pobre chica de un fin tan cruel y despiadado.
Cuando el Inspector se fue me puse a revolver en un cajón y encontré una foto de un cumpleaños de Andrés. Allí está Paloma, entre Marcelo y Federico, en el momento de soplar las velitas. Tiene puesto un sombrerito de papel glacé brillante y sus ojos enormes relumbran como soles. Elisa aparece a lo lejos, y yo tengo cara de cansada. Mamá está detrás de Andrés, con expresión de abuela chocha. Aníbal, como siempre, no está.
Cuánta vida y cuánta muerte en ese instante que el papel aprisiona como memoria de un ayer perdido en la vorágine del tiempo.

martes, 7 de julio de 2009

CAPITULO 9





El encuentro con el inspector César Mandelli fue una grata sorpresa. Hombre de pocas palabras, habla con un entusiasmo inusitado de su afición por la pintura. Contó que ése que fue su pasatiempo y la vía de escape del estrés durante su vida profesional, se ha vuelto ahora su principal interés y su ocupación a tiempo completo. Cuando se jubiló empezó a frecuentar talleres y encuentros para pintores aficionados promovidos por el Centro Cultural de la UCA, e incluso participó en algunas muestras de amateurs. Le mencioné que de joven tenía facilidad para el retrato. Entonces me sugirió que volviera a intentarlo, pero debo de haber mostrado algún rechazo por la idea de lidiar con lienzos, tintas y paletas, porque hizo una larga exposición sobre los méritos del dibujo en tinta china, aconsejándome que la usara.
Por un momento me pregunté si estaría dando la imagen de alguien que perdió el norte. Tal vez la desorientación se note en la mirada de uno. Lo cierto es que arrancó una hoja de su libreta de apuntes y anotó el título de dos o tres libros técnicos, de algunos pintores que debo buscar conocer y también la dirección de un taller que él frecuenta, en el intento de seducirme para su afición.
La verdad es que no cuesta nada intentarlo, puede ser un buen entretenimiento durante los próximos meses invernales. Ya me había olvidado de cuánto me gustaba dibujar rostros. Hice el retrato de Eugenia, el de mis hijos, el de mi madre. Incluso el de mi padre en base a una vieja foto y a lo que mamá me contó. La próxima semana me daré una vuelta por las librerías de Corrientes para buscar esos libros. Tal vez me compre un cuaderno de dibujo y tinta china negra para dibujar los rostros que pueblan mis memorias. Será un pasatiempo más, como leer o caminar. Algún día llenaré mi vida de hobbies, como lo hacen los viejos, pequeñas cosas, pequeños hábitos, pequeñas manías, pequeños retazos de pasado, cuidando de que nada alcance a emocionarme, temiendo alguna quiebra en la rutina, evitando a las personas como si fuesen intrusos, defendiendo mi soledad como hubiera defendido a mi propia familia.

Volviendo a mi encuentro con Mandelli, cuando le hablé del caso de Alfonso Luzmán su expresión se volvió neutral. Me escuchó con los ojos semicerrados, más bien con los párpados fruncidos en los cantos, como si concentrara toda su atención en los pormenores. Al sugerirle que usase su influencia para descubrir si Alfonso Luzmán tenía prontuario, no necesitó pensar demasiado para responderme que probablemente no lo habría. "No es un criminal", dijo con convicción, "ésos no dejan translucir sus emociones si se dan un susto al encontrarse cara a cara con un juez". Cuando le hice ver que no se limitó a asustarse sino que desapareció del taller, tal vez para no verme más, jugó con algunas hipótesis: Alfonso Luzmán podría haber presenciado la escena del doble homicidio y quedó traumatizado; podría haber provocado el acontecimiento y sentirse culpable; podría estar involucrado de manera más grave. Cuando le pregunté de qué modo, dijo que de ser el asesino probablemente ése había sido el único crimen cometido en su vida, un crimen de naturaleza pasional, no premeditado.
Pese a entender que las probabilidades de reabrir el caso eran casi nulas, me propuso que mañana nos encontrásemos en el Departamento de Policía para hablar con el inspector Osmar Gonzalo y dar una ojeada a las actuaciones. Le agradecí y alabé la agilidad de su razonamiento al exponer las hipótesis posibles, absolutamente lógicas. Respondió que tenía treinta años de experiencia en lidiar con criminales. Por eso pintaba cuando tenía algún tiempo libre, por eso seguía pintando, confesó. Y añadió enseguida pasando la mano por la frente como para ahuyentar reminiscencias: "para no seguir viendo los rostros de las víctimas".

La conversación con el inspector Mandelli me impresionó bastante. Me quedé recreando en la imaginación las posibles escenas de aquel macabro acontecimiento. Pienso en qué condiciones podría Alfonso Luzmán haber perpetrado el crimen. Y ahora me vuelve con más nitidez a la memoria la imagen de la niña, con quien hablé durante el proceso porque estaba interesado en saber si se encontraba bien cuidada por la madre. Se llamaba Paloma y tenía grandes ojos negros con largas pestañas y la expresión misteriosa que la curiosidad suele poner en la mirada de los niños.

Tal vez algún día haga tu retrato, Paloma.


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Esta mañana estuve a punto de llamar a Aníbal. Me arrepentí a tiempo, gracias a Dios. La última vez que intercambiamos un saludo casi formal fue en la Iglesia, cuando las mellizas tomaron la primera comunión. Y no le hablo por teléfono desde hace más de veinte años, cuando Andrés se fracturó el antebrazo en el club.
Pero es que me sorprendió el llamado del Inspector Mandelli. Después de tanto tiempo, y ahora que ya está retirado del servicio activo. Yo ni sabía que él había tenido a su cargo la investigación del homicidio de Elisa y su hija. Nadie me citó en ese momento, ni del Departamento de Policía ni del Juzgado. Tampoco me llamó la atención, porque en realidad era muy poco lo que yo podía aportar. Elisa trabajaba en casa desde que me separé de Aníbal. Era muy buena mujer, sumamente responsable. Se iba a las 4 de la tarde, cuando mamá llegaba, pero si mamá estaba enferma o no podía venir por algún motivo, ella iba a buscar a los chicos al colegio, les preparaba la merienda y se quedaba hasta que yo abría la puerta. Entonces salía corriendo para ocuparse de Paloma. Apenas nos veíamos. Sólo nos cruzábamos. Ella era muy discreta, jamás hacía preguntas y yo tampoco. Algún día que me quedé en casa me dijo que su marido la golpeaba a veces, pero que no era malo. Lo de siempre, pensé. Por eso me alegré cuando supe que se había separado y hasta le ofrecí ser testigo en el juicio por la tenencia de la nena, que él le disputó. Me lo agradeció, pero me dijo que no quería quitarme tiempo, con tanto trabajo que yo tenía. Después sobrevino la tragedia. Pobre Elisa, cómo lloraron los chicos cuando lo supieron. Y pobre Paloma, tan bonita ella con su carita de manzana y sus grandes ojos marrones. Fue un sábado o un domingo, no recuerdo bien. Pero sí recuerdo que el lunes, mientras la esperaba, escuché por la radio la noticia de un doble crimen en Parque Patricios. Y supe que se trataba de Elisa y de su chiquita. Qué triste el entierro. Ese cajoncito blanco sobre el enorme ataúd que llevaba a Elisa, demasiado para ese cuerpo menudo destrozado por la ira demencial de un hombre.
Y ahora Mandelli aparece revolviendo toda esa historia. Me pareció anormal su llamado, su pedido de una entrevista conmigo, con carácter extraoficial. Una charla amigable, me dijo, y me citó en El Ciervo. Para colmo, como una tonta, no me gustó encontrarme con él en una confitería y lo invité a venir a casa. César Mandelli... tengo la impresión de haber escuchado antes ese nombre, pero no con relación a lo de Elisa sino de boca de Aníbal. Hace poco que se jubiló de modo que bien pudieran haber sido compañeros, en alguna repartición antes de que mi ex se metiera a salvador de la Patria. Por eso iba a llamarlo, para preguntarle si lo conocía, si era normal el procedimiento. En fin, más tarde le consultaré a Isabel, a ver qué me dice.
Para olvidarme de crímenes, memorias viejas y citas misteriosas, me fui a caminar por Corrientes después de almorzar. A pasos de Lavalle hay una librería nueva, que al fondo tiene una cafetería muy acogedora, con sillas sumamente cómodas y mesas de madera, cuadradas (odio las redondas con tapa de vidrio). En su mesa de saldos conseguí un libro de Borges que yo tenía, pero Marcelo se lo llevó hace ya como dos años y parece que no lo piensa devolver. Me senté a tomar un café -delicioso, por cierto, ya que muelen los granos en el lugar, a la vista- dispuesta a releer el Informe de Brodie. Pero me topé con la Historia de Rosendo Juárez. Volver a las viejas lecturas implica un redescubrimiento. La experiencia, los años, los conocimientos agregados permiten penetrar frases que se pasaron como un bocado apurado, o ver otros contornos con la luz diferente que el tiempo nos regala. Y eso me ocurrió con el episodio en el que Rosendo cuenta la historia de la muerte de Luis Irala. Me impresionó de otro modo, como si no lo hubiera leido antes, el párrafo en que Irala insiste en batirse a duelo con el hombre por el cual su mujer lo abandonó, aún cuando afirma que ya no la ama y que la última noche que pasaron juntos ella le dijo que "andaba para viejo". Rosendo le contesta que ella le ha dicho la verdad e Irala responde: la verdad es lo que duele.
¡Grande Borges! Qué buen retratista de su género y de su tiempo. La verdad es lo que duele. A los hombres. También a las mujeres, sí. Pero los hombres se pasan la vida declamando que buscan sinceridad en la mujer, que la quieren llana, que odian la mentira... y la piden a cada paso como niños de pecho. Los de entonces, que cuando se afincaban en un lugar se proveían de mujer y caballo, como dice Rosendo. Y los de ahora, que más o menos hacen lo mismo. No hay hombre que quiera la verdad, si esa verdad no lo halaga. Bien, Borges, gracias.
Cuando salía me distraje mirando a un chico parecido a Federico, y tropecé con un hombre que revolvía la mesa de saldos dedicada a las artes plásticas. Se me cayó el libro y él, muy ceremonioso, lo recogió del suelo y me lo entregó con una sonrisa de lo más amable. Me fui rápido, un poco avergonzada por mi torpeza, como suele sucederme en esos casos. Ese gesto, la leve inclinación de la cabeza y los hoyuelos que se le formaron al sonreir me recordaron a alguien conocido. Está más canoso y un poco encorvado, pero estoy segura de que era Gustavo, aquel juez con el que Isabel se fue a Europa. Ella, como siempre, parecía de lo más enamorada. Sin embargo al volver afirmó que el viaje había sido estupendo pero que el romance estaba terminado. Dio todo lo que podía dar, dijo sacudiendo su melena, como si con ello se desprendiera de una hoja seca.
Ay, si yo pudiera desprenderme así de mis hojas secas...


sábado, 4 de julio de 2009

CAPITULO 8





Sigo a la deriva por mis cauces, y lo pongo por escrito por si me sirve para aclararme.

Gus me prescribió un check up pero voy a posponerlo para la próxima semana, el próximo mes, el próximo año. No estoy interesado en saber cómo están mis niveles de colesterol y glucemia. La tristeza no es una enfermedad, aunque Gus piense que sí. "Vos también estás triste", le dije, "la diferencia es que tenés en qué ocuparte y así no te das cuenta". "Es posible", respondió, "pero en ese caso deberías encarar algún proyecto".

No quiero aprender el ruso, ni cantar en el coro de alguna sociedad, ni prestar asistencia jurídica gratuita en ninguna asociación benéfica, ni practicar yoga, ni trabajar en una ONG, ni hacer mini turismo para la tercera edad.

Quiero irme a la Toscana. Y no quiero sentirme solo en la Toscana. Y no quiero sentirme solo en Buenos Aires. No merece la pena viajar cuando se está muy triste porque uno lleva el propio universo adonde va. No voy a cargar mis tristezas por el mundo, mejor me acomodo con ellas en mi propio escenario.

Hoy dormí toda la tarde, de puro hastío.

Por la mañana fui al Departamento de Policía por la causa del doble homicidio de Moreno. El Inspector que se ocupó de la investigación en su momento ya se jubiló y ahora ocupa la Jefatura de la División un joven licenciado lleno de brío y entusiasmo, el Inspector Osmar Gonzalo. Ya hace unos días repasé las actuaciones del proceso civil que tramitó en mi juzgado y, tal como lo preveía, no encontré nada allí que pudiera explicarme la llamativa actitud de Luzmán. El inspector también se quedó intrigado pero me señaló que eso no era suficiente elemento para reabrir la investigación. Sin embargo prometió releer la causa para ver si encontraba algún cabo suelto. Pensé que podía olvidarse fácilmente del asunto con el trabajo que se le va sumando día a día. Por eso llamé al antiguo Inspector y le propuse que fuésemos a tomar un café. Recuerdo que era un individuo grande, bruto, irascible, y extremadamente eficiente. No creo que por negligencia suya algo haya escapado a la investigación. A lo mejor no hubo investigación sino un mero registro de los hechos puesto que el autor del crimen estaba muerto. Lo que me sorprendió fue que al proponerle que nos encontráramos sugirió el Café de las Artes. Debe haberlo notado porque me dijo con un buen humor que no le conocía que siempre tuvo pasión por las artes plásticas y ahora que está jubilado es con lo que se entretiene. Nunca hubiera imaginado en ese gigante bruto a un amante de las artes. Tal vez consiga convencerlo de desarchivar las actuaciones del caso para que pueda revisarlas.

Esta mañana, antes de irme del Departamento de Policía le dije al inspector Osmar Gonzalo que anotara ese nombre, al menos en su memoria: Alfonso Luzmán. Respondió sonriente: Vaya tranquilo, ya no se me olvida. Sin embargo apuesto a que pasados cinco minutos ya lo había olvidado.

Es casi medianoche, voy a intentar hablar con Teresa que está en Australia. Le diré que hay llovizna en Buenos Aires y que la Avenida Santa Fe está cubierta con flores de jacarandá.

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Anoche estuvo Isabel en casa. Nos quedamos charlando hasta la madrugada. Yo volvía de cenar con Ester, su marido y un matrimonio de peruanos amigos de ellos, de paso por Buenos Aires, cuando me llamó para avisarme que venía. Se escapó del cumpleaños de su hija pretextando que le dolía mucho la cabeza. Es que los chicos no terminaban de irse a dormir, el bullicio era insolente y la conversación con la cuñada de Bessie, francamente insoportable, dijo. Me reí mucho y le serví una copa. La conozco muy bien y sé cuando llega a un punto de saturación, pese a sus buenos modales que le permiten llevar aceptablemente los diálogos más alejados de sus intereses. Le pregunté si esta vez el tema había sido el punto exacto de la salsa bechamel y con cara de haber sufrido una injuria grave, contestó: muchísimo peor. No quise insistir y no me dijo más.
La noté un poco rara, distinta de como es habitualmente, un derroche total de energía. Tampoco vi muy bien a Ester, lo que me hace pensar que tal vez empiezo a espejarme en ellas, o les transfiero subconcientemente mis destemplanzas, o el mundo está que arde.
Isabel me contó que hace unos días Estela ha ido a verla a su estudio para que la patrocine en el juicio de divorcio. Fijate vos que el muy cabrón está maniobrando para quedarse con la empresa y no participarla de los beneficios, dijo indignada. Pero nadie puede con ella. Ya le embargó todas las cuentas como medida precautoria, y para cuando él se entere va a estar atadito de pies y manos, sin disponer de un peso ni para los pañales del cachorro, según me explicó con un brillo vengativo en sus ojos.
Parece mentira que donde hubo amor, hijos, una vida compartida, quede sólo mezquindad, dije mientras buscaba un CD de Vivaldi. Y enseguida me arrepentí de haber dicho semejante obviedad. No sólo eso, siguió Isabel, como es de rigor en estos casos, ni ve ni llama a sus hijos y ni siquiera ha ido a visitar a su madre, que con sus noventa y dos años telefonea constantemente a lo de Estela preguntando por él, sin entender bien qué pasa.
Es cierto. Cuando un hombre forma una familia nueva se comporta como si volviera a sus veinte años y su vida anterior fuera un lastre que prefiere ignorar, y a veces lanzar al mar sin remordimiento, ilusionándose con que su barca vuele liviana en una atmósfera de puro placer. En ocasiones le sale bien, aunque el lastre se hunda. En otras, tarde o temprano naufraga, generalmente a destiempo como para volver a asirse del lastre despreciado.
No fue el caso de Aníbal, es decir, no tenía otra mujer cuando nos separamos. Aunque el giro que había tomado su carrera y el cambio de su personalidad fue una cuña entre los dos, más fuerte, más separadora, más terrible que la más demoledora de las pasiones. Yo dije "se acabó", y él se sintió aliviado. Me enamoré del cadete de policía orgulloso de su uniforme, repleto de ideales, con ganas de servir a la comunidad, de cuidarla. Pero en los últimos tiempos de nuestra convivencia todo eso se fue al demonio. Faltaba toda la noche, a veces días enteros, echaba por la boca odio a carradas, y aunque no decía nada era fácil oler sangre en sus ademanes y en sus ojeras. Los chicos nunca lo supieron, al menos en esa época. Y lo querían, y lo respetaban. Aníbal rara vez estaba con ellos más de media hora. Pasaba por casa, les revolvía el pelo, bromeaba sobre lo pataduras que eran los jugadores de River y adiós. En una sola ocasión se preocupó. Fue cuando se dio cuenta de lo de Federico y me esperó a la salida del Liceo, furioso conmigo, como si yo tuviera la culpa, proponiendo recetas que no eran más que locuras. Terminó aceptando que todo eso era inviable, pero se alejó definitivamente del chico. Eso sí, siempre cumplió con la cuota alimentaria, no sé si por entender que era su obligación o para que un reclamo mío no le estropeara el legajo. Porque siempre me dio estrictamente el importe que resultaba de aplicar sobre su sueldo el porcentual que convinimos. Aún cuando se viniera el mundo abajo. Y se vino abajo varias veces en esos años.
Y vos ¿cómo andás de amores? pregunté. Isabel se había sacado los zapatos y estaba recostada en el sillón con expresión soñadora, siguiendo a Vivaldi. Vacante, me contestó con un gesto de picardía. Pero en una vacancia constructiva, siguió. ¿Sabés qué pasa, Marta? Hemos llegado a un punto de inflexión. Hora de optar por subirnos a la montaña rusa, o dejarnos estar en paz en una soledad plena, en el goce de estar con nosotras mismas.
¿Hemos? la interrogué asustada por el plural. Sí, dijo Isabel, y se incorporó. Los hombres de nuestra edad, ya buscan definitivamente mujeres jóvenes. Diez, veinte, treinta años menos. Como el marido de Estela. Los que tienen diez años más que nosotras, no sirven para nada. Pero nos queda un nicho atractivo para explotar, y ensanchó su sonrisa: la de los hombres jóvenes, esos que se sienten atraídos por nuestra personalidad madura, por esa magia que nos tatúa ahora y que nos hace irresistibles, hasta hace irresistibles nuestras arrugas. Y cerró el discurso con una carcajada.
Siempre me admiró esa facilidad de Isabel para vivir sus amores a corto plazo como si fueran a durar toda la vida, como si cada hombre que se le cruzó fuera el amor único y definitivo. Y a cada uno de ellos le hizo creer que deseaba un hogar de a dos para toda la vida, si bien in pectore estaba convencida de que en cualquier momento daría vuelta la página y a otra cosa. Es lo mejor, dice siempre. Los halaga en su vanidad que una mujer les hable como si quisiera vivir el resto de sus días con ellos. Y dan lo mejor de sí.
Cuando le serví la segunda copa me propuso un viaje. Una semana o dos en Cuba, dijo. Estela, vos y yo. Nos vendría estupendamente para broncearnos con el sol del Caribe, hacer spa, conseguirnos algún morenito musculoso. Y la sacamos a aquella de la cueva del abandono ¿Qué te parece?
Estoy pensando en un viaje, sí. Pero no al Caribe. Le he escrito a Ivonne y me ha invitado a pasar un mes en su albergue de Colonia Illia. Es increíble lo que ha hecho allí esa mujer en menos de diez años: una escuela con jardín de infantes, primaria, secundaria, gimnasio, y alojamiento para más de treinta chicos. Va a cumplir ochenta años y sigue enamorada de su misión en este mundo, de Cristo, de la vida.
Creí que Isabel iba a reirse de este proyecto, o a pensar que estoy loca, o a desaprobarme abiertamente.
Pero no. Me abrazó con infinita ternura y me dijo: sí, Marta, andá, te va a hacer muy bien.