sábado, 4 de julio de 2009

CAPITULO 8





Sigo a la deriva por mis cauces, y lo pongo por escrito por si me sirve para aclararme.

Gus me prescribió un check up pero voy a posponerlo para la próxima semana, el próximo mes, el próximo año. No estoy interesado en saber cómo están mis niveles de colesterol y glucemia. La tristeza no es una enfermedad, aunque Gus piense que sí. "Vos también estás triste", le dije, "la diferencia es que tenés en qué ocuparte y así no te das cuenta". "Es posible", respondió, "pero en ese caso deberías encarar algún proyecto".

No quiero aprender el ruso, ni cantar en el coro de alguna sociedad, ni prestar asistencia jurídica gratuita en ninguna asociación benéfica, ni practicar yoga, ni trabajar en una ONG, ni hacer mini turismo para la tercera edad.

Quiero irme a la Toscana. Y no quiero sentirme solo en la Toscana. Y no quiero sentirme solo en Buenos Aires. No merece la pena viajar cuando se está muy triste porque uno lleva el propio universo adonde va. No voy a cargar mis tristezas por el mundo, mejor me acomodo con ellas en mi propio escenario.

Hoy dormí toda la tarde, de puro hastío.

Por la mañana fui al Departamento de Policía por la causa del doble homicidio de Moreno. El Inspector que se ocupó de la investigación en su momento ya se jubiló y ahora ocupa la Jefatura de la División un joven licenciado lleno de brío y entusiasmo, el Inspector Osmar Gonzalo. Ya hace unos días repasé las actuaciones del proceso civil que tramitó en mi juzgado y, tal como lo preveía, no encontré nada allí que pudiera explicarme la llamativa actitud de Luzmán. El inspector también se quedó intrigado pero me señaló que eso no era suficiente elemento para reabrir la investigación. Sin embargo prometió releer la causa para ver si encontraba algún cabo suelto. Pensé que podía olvidarse fácilmente del asunto con el trabajo que se le va sumando día a día. Por eso llamé al antiguo Inspector y le propuse que fuésemos a tomar un café. Recuerdo que era un individuo grande, bruto, irascible, y extremadamente eficiente. No creo que por negligencia suya algo haya escapado a la investigación. A lo mejor no hubo investigación sino un mero registro de los hechos puesto que el autor del crimen estaba muerto. Lo que me sorprendió fue que al proponerle que nos encontráramos sugirió el Café de las Artes. Debe haberlo notado porque me dijo con un buen humor que no le conocía que siempre tuvo pasión por las artes plásticas y ahora que está jubilado es con lo que se entretiene. Nunca hubiera imaginado en ese gigante bruto a un amante de las artes. Tal vez consiga convencerlo de desarchivar las actuaciones del caso para que pueda revisarlas.

Esta mañana, antes de irme del Departamento de Policía le dije al inspector Osmar Gonzalo que anotara ese nombre, al menos en su memoria: Alfonso Luzmán. Respondió sonriente: Vaya tranquilo, ya no se me olvida. Sin embargo apuesto a que pasados cinco minutos ya lo había olvidado.

Es casi medianoche, voy a intentar hablar con Teresa que está en Australia. Le diré que hay llovizna en Buenos Aires y que la Avenida Santa Fe está cubierta con flores de jacarandá.

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Anoche estuvo Isabel en casa. Nos quedamos charlando hasta la madrugada. Yo volvía de cenar con Ester, su marido y un matrimonio de peruanos amigos de ellos, de paso por Buenos Aires, cuando me llamó para avisarme que venía. Se escapó del cumpleaños de su hija pretextando que le dolía mucho la cabeza. Es que los chicos no terminaban de irse a dormir, el bullicio era insolente y la conversación con la cuñada de Bessie, francamente insoportable, dijo. Me reí mucho y le serví una copa. La conozco muy bien y sé cuando llega a un punto de saturación, pese a sus buenos modales que le permiten llevar aceptablemente los diálogos más alejados de sus intereses. Le pregunté si esta vez el tema había sido el punto exacto de la salsa bechamel y con cara de haber sufrido una injuria grave, contestó: muchísimo peor. No quise insistir y no me dijo más.
La noté un poco rara, distinta de como es habitualmente, un derroche total de energía. Tampoco vi muy bien a Ester, lo que me hace pensar que tal vez empiezo a espejarme en ellas, o les transfiero subconcientemente mis destemplanzas, o el mundo está que arde.
Isabel me contó que hace unos días Estela ha ido a verla a su estudio para que la patrocine en el juicio de divorcio. Fijate vos que el muy cabrón está maniobrando para quedarse con la empresa y no participarla de los beneficios, dijo indignada. Pero nadie puede con ella. Ya le embargó todas las cuentas como medida precautoria, y para cuando él se entere va a estar atadito de pies y manos, sin disponer de un peso ni para los pañales del cachorro, según me explicó con un brillo vengativo en sus ojos.
Parece mentira que donde hubo amor, hijos, una vida compartida, quede sólo mezquindad, dije mientras buscaba un CD de Vivaldi. Y enseguida me arrepentí de haber dicho semejante obviedad. No sólo eso, siguió Isabel, como es de rigor en estos casos, ni ve ni llama a sus hijos y ni siquiera ha ido a visitar a su madre, que con sus noventa y dos años telefonea constantemente a lo de Estela preguntando por él, sin entender bien qué pasa.
Es cierto. Cuando un hombre forma una familia nueva se comporta como si volviera a sus veinte años y su vida anterior fuera un lastre que prefiere ignorar, y a veces lanzar al mar sin remordimiento, ilusionándose con que su barca vuele liviana en una atmósfera de puro placer. En ocasiones le sale bien, aunque el lastre se hunda. En otras, tarde o temprano naufraga, generalmente a destiempo como para volver a asirse del lastre despreciado.
No fue el caso de Aníbal, es decir, no tenía otra mujer cuando nos separamos. Aunque el giro que había tomado su carrera y el cambio de su personalidad fue una cuña entre los dos, más fuerte, más separadora, más terrible que la más demoledora de las pasiones. Yo dije "se acabó", y él se sintió aliviado. Me enamoré del cadete de policía orgulloso de su uniforme, repleto de ideales, con ganas de servir a la comunidad, de cuidarla. Pero en los últimos tiempos de nuestra convivencia todo eso se fue al demonio. Faltaba toda la noche, a veces días enteros, echaba por la boca odio a carradas, y aunque no decía nada era fácil oler sangre en sus ademanes y en sus ojeras. Los chicos nunca lo supieron, al menos en esa época. Y lo querían, y lo respetaban. Aníbal rara vez estaba con ellos más de media hora. Pasaba por casa, les revolvía el pelo, bromeaba sobre lo pataduras que eran los jugadores de River y adiós. En una sola ocasión se preocupó. Fue cuando se dio cuenta de lo de Federico y me esperó a la salida del Liceo, furioso conmigo, como si yo tuviera la culpa, proponiendo recetas que no eran más que locuras. Terminó aceptando que todo eso era inviable, pero se alejó definitivamente del chico. Eso sí, siempre cumplió con la cuota alimentaria, no sé si por entender que era su obligación o para que un reclamo mío no le estropeara el legajo. Porque siempre me dio estrictamente el importe que resultaba de aplicar sobre su sueldo el porcentual que convinimos. Aún cuando se viniera el mundo abajo. Y se vino abajo varias veces en esos años.
Y vos ¿cómo andás de amores? pregunté. Isabel se había sacado los zapatos y estaba recostada en el sillón con expresión soñadora, siguiendo a Vivaldi. Vacante, me contestó con un gesto de picardía. Pero en una vacancia constructiva, siguió. ¿Sabés qué pasa, Marta? Hemos llegado a un punto de inflexión. Hora de optar por subirnos a la montaña rusa, o dejarnos estar en paz en una soledad plena, en el goce de estar con nosotras mismas.
¿Hemos? la interrogué asustada por el plural. Sí, dijo Isabel, y se incorporó. Los hombres de nuestra edad, ya buscan definitivamente mujeres jóvenes. Diez, veinte, treinta años menos. Como el marido de Estela. Los que tienen diez años más que nosotras, no sirven para nada. Pero nos queda un nicho atractivo para explotar, y ensanchó su sonrisa: la de los hombres jóvenes, esos que se sienten atraídos por nuestra personalidad madura, por esa magia que nos tatúa ahora y que nos hace irresistibles, hasta hace irresistibles nuestras arrugas. Y cerró el discurso con una carcajada.
Siempre me admiró esa facilidad de Isabel para vivir sus amores a corto plazo como si fueran a durar toda la vida, como si cada hombre que se le cruzó fuera el amor único y definitivo. Y a cada uno de ellos le hizo creer que deseaba un hogar de a dos para toda la vida, si bien in pectore estaba convencida de que en cualquier momento daría vuelta la página y a otra cosa. Es lo mejor, dice siempre. Los halaga en su vanidad que una mujer les hable como si quisiera vivir el resto de sus días con ellos. Y dan lo mejor de sí.
Cuando le serví la segunda copa me propuso un viaje. Una semana o dos en Cuba, dijo. Estela, vos y yo. Nos vendría estupendamente para broncearnos con el sol del Caribe, hacer spa, conseguirnos algún morenito musculoso. Y la sacamos a aquella de la cueva del abandono ¿Qué te parece?
Estoy pensando en un viaje, sí. Pero no al Caribe. Le he escrito a Ivonne y me ha invitado a pasar un mes en su albergue de Colonia Illia. Es increíble lo que ha hecho allí esa mujer en menos de diez años: una escuela con jardín de infantes, primaria, secundaria, gimnasio, y alojamiento para más de treinta chicos. Va a cumplir ochenta años y sigue enamorada de su misión en este mundo, de Cristo, de la vida.
Creí que Isabel iba a reirse de este proyecto, o a pensar que estoy loca, o a desaprobarme abiertamente.
Pero no. Me abrazó con infinita ternura y me dijo: sí, Marta, andá, te va a hacer muy bien.

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