martes, 28 de julio de 2009

CAPITULO 15




Cada vez son más las coincidencias que me ligan a Marta.
Cenábamos en Sottovoce cuando recibí un llamado del inspector Mandelli, en cuyo transcurso nombré a Luzmán y a Moreno y, después de cortar, Marta me preguntó acerca de ellos. Resultó que Elisa era su empleada doméstica en la época del doble homicidio y que Mandelli estuvo en su casa hace poco para hablar sobre el asunto. De modo que la puse al tanto de las novedades: hay una diferencia de cinco horas entre la muerte de Elisa y la niña, y la de Moreno. No prueba nada, pero puede establecer parámetros distintos para los homicidios. Las muertes de Elisa y Paloma pudieron ser motivadas por un arrebato pasional y el asesinato de Moreno tal vez fue premeditado. Es decir que Luzmán puede haber matado a la mujer a quien amaba y a una niña inocente en un momento de locura y simular friamente el suicidio de Moreno algunas horas después. Dice Mandelli que el inspector Osmar está interesado en el caso y, aunque no pueda abrir una causa contra alguien solamente porque se asustó al encontrarse con el juez que intervino en un asunto civil relacionado con el supuesto homicida y sus víctimas, va a llamar a Luzmán con algún pretexto burocrático para que declare, a ver si presionado baja las defensas y deja entrever la verdad enredada en esa telaraña.
Sin embargo, eso es lo menos importante entre las muchas cosas que ocupan mis pensamientos desde que vi a Marta el viernes. Antes que nada, debo admitir sin vueltas que estoy fascinado por esa mujer. No hago más que repetirme: andá con calma, che, no te ahogues en un vaso de agua. Pero el agua ya me llega al mentón. Esa mujer me inunda.
Antes de ir a cenar estuvimos viendo el reportaje de Teresa con las fotos de Italia. En un momento dado quise comentarle las fotografías y ella posó los dedos en mis labios, mientras hacía ssssht. Dejame verlas con mis ojos, dijo sonriente. Ya no necesité decir nada porque el roce de sus dedos en mis labios puso un ave aleteando en mi corazón y un alborozo entre mis ingles, de tal manera que agradecí mentalmente la posibilidad de quedarme callado, al lado de esa mujer hermosa, elegante y dulce, con quien me gusta estar de todas maneras y en todas partes.
Al saber que había invitado a una señora, Adelina tuvo un arrebato de higiene compulsiva y puso la casa resplandeciente. Cuando le dije que probablemente la visita no estaría sino en la sala, respondió que con las mujeres nunca se sabe y que no estaba para que dijeran que ella no se esmeraba en limpiar la casa. Además, encargó una tarta y dejó todo preparado para que le ofreciera un té. Fue tal su entusiasmo que sacó de sus recónditos escondrijos en el mueble del comedor la bandeja de plata y la loza fina, con la expresa recomendación de que no usara servilletas de papel sino las de lino bordado y de que no hirviese el té en el agua sino que lo pusiera en la tetera después del agua hirviente. Hizo harta exhibición de sus conocimientos acerca de la diferencia entre infusión, cocción y cocimiento, de manera que al final de su discurso pedagógico supe que no sé preparar un té. No dije nada y decidí ofrecer a Marta una copa de Oporto, pero no me resistí a contarle el episodio de Adelina y entonces, gentilmente, me propuso ayudarme a servir el té. Así que nos fuimos a la cocina (bien dijo Adelina que con las mujeres nunca se sabe…) donde todo estaba dispuesto para ser llevado a la sala, y Marta hizo un té delicioso que tomamos entre risas mientras hablábamos de temas ligeros y agradables. Marta parece saber exactamente qué decir, qué callar, cómo conducir la conversación y hasta dónde llevarla. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien en mi propia casa.
Tal vez por eso en la puerta de su casa la abracé para despedirme. Ella recostó la cabeza sobre mi pecho y se quedó muy quieta, acunada en mis brazos como si no quisiera irse. La estreché fuerte, para que supiese que tampoco quería que se fuese. Irguió el rostro y nos besamos, sin prisa y sin alborozo, como si ambos supiéramos que aquel era tan sólo el primero de muchos besos.
Entonces, sin pensarlo y con el corazón desacompasado le hice una pregunta de doble sentido, ya que podía significar una invitación para ser una pareja o para una noche de amor. "¿Vamos a quedarnos juntos?" Ella eligió el primer significado y dijo:"Vamos a intentarlo". "No", le respondí, "vamos a conseguirlo". Y pensé en Ann, en Gus, en Ariadna, en Teresa, en Fernando. Y concluí que si era capaz de pensar en las personas a quienes amo con Marta en mis brazos es que hay un lugar para ella en mi vida. Pero no le hablé de eso. En cambio, la invité para un fin de semana fuera de Buenos Aires.



**********



Ay Dios, qué contenta que estoy. Contenta no: feliz. Marcelo y Federico han venido a buscar a Andrés para llevarlo a recorrer los lugares de Buenos Aires con los que quiere reencontrarse. Andy ha ido con ellos. Ayer en Ezeiza casi me muero cuando vi a mi hijo mayor: tan grande, tan crecido, tan europeo... Está muy cambiado. Me pareció que era él y era otro: un hombre distinto y sin embargo mi querido Andrés con su sonrisa ancha, su gesto canchero y ese modo de abrazarme y levantarme en vilo que tanto había añorado en todo este tiempo. Cómo disfruté esos segundos cuando nos estrechó a los cuatro como si quisiera fundirnos con él. Marcelo se reía nervioso, como hace siempre cuando no quiere llorar, Andy tenía las pestañas mojadas pero trataba de mantenerse distante y yo lloraba y me reía como una loca. Federico, en cambio, sonrió tristemente, como si se reencontrara con un fantasma.
Después vinimos a casa. Y pasamos la tarde solos, hablando de miles de cosas, riéndonos, abrazándonos, tocándonos. Gozando del milagro de estar juntos mis tres hijos y yo. Y mi nieto. Marcelo no quiso traer a Mabel y a las nenas para que pudiéramos charlar tranquilos y Diana tampoco vino. Durante el almuerzo todo se equilibró: Federico sonrió y escuchó interesado a sus hermanos aunque nada dijo de su vida. Andrés se sentó al lado de Andy y le prodigó toda clase de mimos. Al anochecer llegó Aníbal. Por suerte, solo. Raro en él que muestre tacto pero esta vez tengo que reconocer que hizo lo debido. Se quedó un par de horas y prometió llamar para invitarlos a cenar a los cuatro.
Esta noche irán todos a casa de Marcelo. Yo me quedaré a descansar. Tengo el privilegio de que Andrés se aloje aquí y Andy también se quedará toda la semana para no separarse de su padre. Mañana los dos almorzarán con Diana y ya le dije a Andrés que deberá buscar la oportunidad de conversar largo y tendido, y a solas, con ella. Aunque ya no sea tu mujer tienen un hijo, y eso los mantendrá unidos toda la vida, les guste o no, le expliqué. En este momento tu hijo los necesita a los dos como nunca. Y la tarea de ser padres, buenos padres, exige diálogo.
Ayyyyyyy... cuántas emociones juntas. Gustavo. Gustavo Gustavo... El viernes me besó. Me besó. Y fue el beso más cálido y dulce que he recibido en toda mi vida. Me gusta su perfume, me gusta su aliento, me gusta su gesto, su hombría, su voz. Y no sólo me besó sino que me propuso salir un fin de semana con él. No dije ni sí ni no. Pero creo que se fue pensando que voy a decir que sí. Y yo también creo que diré que sí. Aunque no sé. No sé si corresponde ya. Es muy pronto. De todos modos no decidiré nada hasta que Andrés regrese a Italia y pueda pensar tranquila. No estaría nada mal pasar dos días juntos. Pero... Es algo que tengo que decidir sola, no puedo consultarlo con Ester porque me dirá que ya mismo me prepare el bolso y con Isabel... no le conté todavía.
El domingo me llamó, justo cuando estaba Aníbal. Y eso que le dije que no me llamara porque por la mañana llegaba Andrés y estarían todos en casa. Pero igual me llamó. Me gustó mucho que me llamara, apenas para decirme que había guardado mi beso en su almohada pero que necesitaba probar otra vez la dulzura de mis labios. Casi me muerooooo... Los chicos se dieron cuenta que algo raro pasaba y Marcelo preguntó quién había llamado. Aníbal me miró a los ojos como interrogándome. Lo peor es que me ruboricé y dije que había sido Isabel y que dejaba saludos para Andrés. ¿Isabel? exclamó Andrés. ¿Y cómo no me diste con ella? Me fui al baño para no contestar otra tontería. Puff...
Estoy feliz. Una felicidad que no es como un torrente que arrasa, no. No es un vino logrado en todo su esplendor. No. Es el mosto burbujeando en el tonel, prometiendo los aromas exquisitos de la fruta y la madera, madurando en los colores de las uvas.
Andrés está en casa. Gustavo ha llegado. Y en mi pecho crepita una hoguera de sentimiento que se abre paso entre mis viejas heridas.

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