domingo, 19 de julio de 2009

CAPITULO 12




A veces de una fuente extraña e inesperada nos llega un reflejo de luz, como una farola alumbrando la oscuridad en que estamos sumergidos. Sucedió al final de una tarde, más bien al empezar una noche en que no me apetecía irme a casa temprano, cuando fui al Tortoni, y me quedé tomando un aperitivo mientras daba vueltas a mis pensamientos que giraban entre certezas e incertidumbres. En la mesa detrás de la mía dos señoras conversaban y, aunque no prestaba particular atención al diálogo, de a ratos la voz de una de ellas me llegaba clara y sonora, no por su volumen sino por la elocuencia de su entonación. En un momento dado le escuché decir esa cosa tan sencilla y verdadera: que uno construye la felicidad a partir de su yo desnudo, obedeciendo al corazón. Esa frase se me metió muy adentro, y me hizo pensar si no estaré intelectualizando mis problemas con relación a Gus y Ann en vez de ir simplemente a su encuentro y hablarles desde el fondo de mi alma, para alumbrar la realidad con algo que no sean conjeturas deshilachadas.
Cuando las señoras se levantaron para irse pude ver el rostro de la dueña de la voz que había escuchado. Fue cuando se volvió para hablar a su compañera que caminaba algunos pasos detrás de ella, y me percaté de que ya había visto aquel rostro: era el de la mujer que hace algunos días tropezó conmigo en una librería cayéndosele un libro que levanté del suelo para devolverle. Fue una exquisita coincidencia. En ese momento me impresionó su mirada al agradecerme, porque creí atisbar una sonrisa en sus ojos, como si hubiese cometido un desliz y se perdonase inmediatamente por ello. Recuerdo haber pensado que es de veras extraordinario que una señora de mediana edad mantenga aquella luz de la adolescencia en la mirada. Y ahora, después de escucharla, me asombra que la mantenga también en el corazón. Hay personas que no permiten que la vida las empobrezca y acobarde.
Lo cierto es que, movido por ese acontecimiento o por cualquier otra razón que no me detengo a buscar, al día siguiente estacioné el coche frente al Instituto y me quedé esperando a Ann a la salida de las clases. Se sentó a mi lado y le pregunté sin rodeos qué había querido decir al mencionar que no era ella la que se acostaba con otro hombre, sino Gus. Me miró como dudando si debía responder por lo que le pregunté claramente si mi hijo estaba involucrado en una relación homosexual. Rió nerviosamente y respondió que no, que quiso decir que no era ella quien se acostaba con otro hombre sino que era Gus que se acostaba con otra mujer. Y añadió que no estaba dispuesta a hablar conmigo sobre el tema, que debería decirle a mi hijo lo mismo que le dije a ella: que tomase su cepillo de dientes y saliese por la puerta trasera. Me disculpé por haberle hablado de esa forma y respondió que no me preocupase, que a esas alturas ya nada la puede sorprender ni afligir. Sin embargo tenía la voz tan triste que le tomé la mano y le pedí que me contase cómo se sentía. Para mi sorpresa dijo que no culpa a Gus por haberse enamorado de otra mujer, que sabe que esas cosas pueden suceder a cualquiera –"Podría haber sucedido conmigo", dijo, sabiamente–, pero que eso no le impide sentirse frustrada, dolida, y con una terrible sensación de que fracasó en algo y no sabe en qué.
Después de ese diálogo con Ann llamé a Gus y le dije que precisábamos conversar. Estaba demasiado ocupado para ir a almorzar conmigo pero afirmó que pasaría por casa tan pronto le fuese posible. Le dije que lo esperaba a la noche, y ahora estoy aquí, sabiendo con absoluta certidumbre lo que debo decir para intentar convencerlo de desistir de ese desvarío de la fantasía, porque como dijo la señora de los ojos adolescentes, voy a hablarle con el corazón libre de ataduras.
Mientras tanto me llamó el inspector Mandelli, proponiendo que nos encontráramos. Me contó que anduvo haciendo averiguaciones y que formuló algunas conjeturas sobre el caso que le gustaría compartir conmigo. No quiso adelantar nada por teléfono, y combinamos encontrarnos mañana para almorzar en el Ibérico. Así que volví a pensar en Paloma y en su inocencia devastada, en los dibujos que todavía no empecé, en la mujer con el corazón adolescente cuya mirada me gustaría dibujar.

**********



Acabo de regar mis plantas, de quitarles alguna que otra hojita seca, de mimarlas. Les he puesto música clásica (un poco de Beethoven) mientras les hablaba de este cielo espléndido de azules y de sol que nos ha regalado la mañana. Me encanta hablarles. A veces pienso que las cuido y las atiendo como cuidaba y atendía a mis chicos cuando eran eso: chicos. Después... Después he procurado ser una madre que está pero no interfiere, no invade. Por no ser una vieja metida. Creo que a todas las madres de mi generación les ha pesado ese mandato. Ellos, en cambio, cuando son adultos, o nos ignoran totalmente como Andrés, o se meten en todo como Marcelo. Los otros días tuvo el coraje de decirme que no aprobaba mi viaje a Colonia Illia. Como le paré el carro empezó con que cuidado con los mosquitos, que si me enfermo la Colonia está lejos de un hospital como la gente, que si será aburrido pasar los días con Ivonne, que no tendré otra cosa que hacer que rezar el rosario con ella. Federico... Federico es otra cosa. Se prodiga conmigo, pero hasta un punto, como si una pared transparente nos separara. Aunque desde que se fue a vivir con Pablo me llama seguido, me pregunta si necesito algo, si tomo los remedios. Ayer vino a verme y se quedó a cenar conmigo. Es como si sintiera algo de culpa por haber sido el que me dejó sola, por eso anoche le dije que me hacía feliz saberlo feliz. Y me abrazó fuerte.
Gracias a Dios Andrés parece haber reaccionado. Anteanoche estuvimos hablando durante larguísimo rato. Me escuchaba en silencio, sin interrumpirme. Tanto, que en dos ocasiones le pregunté si estaba ahí todavía. Entendió. Durante todos estos años no pensó siquiera que su hijo crecía y lo necesitaba en su vida. No me imaginé mamá, no imaginé que podía pasarle eso, me dijo. Dios mío, qué torpe. Pensó que Diana lo llamaba para pedirle dinero. Cómo es posible que haya echado un hijo al mundo y... Por suerte entendió. Tanto que ayer mismo lo llamó a Andy y vendrá a Buenos Aires en los próximos días. Se quedará apenas una semana, pero en agosto regresará por todo un mes.
Le escribiré a Ivonne diciéndole que viajaré a Colonia Illia un poco más adelante, después que se vaya Andrés. Me muero de ganas de ver a mi hijo mayor, de abrazarlo, de mirarlo a los ojos y saber que de verdad comprendió que debe ejercer su paternidad responsablemente. Quiero preparle empanadas de carne y ver cómo disfruta comiéndolas, como antes. Quiero verlos a mis tres hijos juntos, una vez más. Y quiero que Andy sonría de nuevo.
Sé que en una semana no tendrá mucho tiempo para mí, y que lo fundamental es que esté con su hijo, que hablen, que se cuenten todo, que uno al otro se abran el corazón. Pero al menos lo veré y volveré a hablar con él, de él y de Andy.
Qué difícil es encontrar el equilibrio, el punto justo para actuar como debe hacerlo una madre aún a riesgo de que sus hijos consideren que los invade. Transitar sin caer ni levitar esa zona estrecha en que se impone intervenir, y retirarse justo a tiempo para no entrar en el territorio en el que estar sería obstruir.
Los hijos no se hacen esos planteos. Si permanecen al margen de los padres, de sus angustias, sus enfermedades, o sus carencias es porque tienen que vivir su vida. Eso dicen y hasta parece justo. Pero cuando se les da la gana los mandonean sin freno y sin prudencia alguna, tomando posesión hasta de sus intimidades. Si lo sabrá Estela, que como si fuera poco su divorcio y las circunstancias que lo rodean, tiene que soportar las quejas de los suyos. Su hija mayor le reprocha no haber luchado para retener a su marido, que cómo no fue a buscarlo, que cómo no le dijo que a lo mejor ese chico no era de él. Qué falta de lucidez, por favor.
Los otros se oponen a que venda la casa, porque les molesta no poder ir los fines de semana a hacer asados, que los nietos no puedan usar la pileta en el verano, ni quedarse a pasar unos días allí en las vacaciones... Claro, si la tonta los esperaba con la carne lista y después le dejaban el quincho hecho una lástima y la que fregaba era ella. Y cuando se les antojaba le mandaban a los chicos para sacárselos de encima por un tiempito. Por eso le dije: pensá en vos, es tu turno, hacé lo que tu corazón te mande. Y el corazón le manda vender la casa y comprarse un loft en el centro, llevarse pocas cosas, cambiar de ambiente, liberarse del recuerdo del cabrón de su marido. Hablando de recuerdos, el Inspector Mandelli me dejó un mensaje en el contestador. Tengo que llamarlo. Y también voy a llamar a Ester. Le va a dar una alegría muy grande saber que su ahijado estará pronto en Buenos Aires.

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