sábado, 11 de julio de 2009

CAPITULO 10




Acabo de volver de una cena con Gus y Anita en L'Orangerie. Vuelvo como quien vuelve de un naufragio.
Por la sofisticación del restaurante, la pompa y circunstancia de la invitación y lo inusitado en sus rutinas de salir por la noche a excepción de los fines de semana, pensé que había algo que celebrar. Repasé las fechas de los cumpleaños y aniversarios familiares por si acaso se me hubiese pasado alguno digno de festejo, pero mi memoria no arrojó ningún dato válido. Concluí que me iban a dar malas noticias y no me equivoqué: decidieron separarse. Esperaron para decirlo cuando ya habían servido el postre, posiblemente pensando que eso no me daría tiempo para argumentar y me vería constreñido a aceptar la comunicación –dicha en tono informal y ligero– de que mi familia se estaba desmoronando. Se equivocaron. Yo tengo todo el tiempo del mundo para luchar por los míos.
El diálogo fue caótico y salí del encuentro perplejo y confundido. Repaso incesantemente la conversación y no llego a comprender con claridad lo que creo haber atisbado. Trato de rever la escena y establecer alguna ligazón entre las actuaciones de los protagonistas, como si se tratara de una pieza de teatro, para detectar en qué instante la realidad se escapó a mi entendimiento.
Mi primera reacción fue decirles que no, que no estaba de acuerdo, lo que provocó en Gus una mirada perpleja y en Anita un asomo de indignación. Como si fuese una desfachatez que el jefe de la familia se atreviese a opinar en un asunto de tan graves consecuencias.
Les recordé que cuando decidieron casarse tuve con ellos una larga conversación acerca de cuánto hay que renunciar para llevar a buen puerto una vida de a dos. En aquella ocasión pensaba sobre todo que sería bastante difícil para Ann vivir lejos de su familia y de su país, y de veras lo fue, principalmente cuando sus padres murieron en el accidente y se quedó sin otra familia más que nosotros. Presentía que tendrían problemas y tuve el cuidado de hacerles ver esa posibilidad. La verdad es que a lo largo del tiempo afrontaron los obstáculos y los superaron. Y me vienen a decir ahora que después de dieciséis años se enteraron de que sus temperamentos no son compatibles. Les dije que eso no era posible: ninguna pareja tarda tanto tiempo en constatar que no se lleva bien. Supongo que en ese momento se percataron de que el diálogo no sería fácil. Yo lo supe desde el primer instante.
Ann intentó plantear las cosas de forma airada: "En nuestra relación ya no existe alegría", aclaró como si ése fuese un argumento de peso. Le respondí que una familia puede vivir sin alegría, lo que no puede es vivir sin pan y sin respeto.
Gus no dijo nada, se quitó las gafas para limpiarlas con el pañuelo, lo que hace siempre que quiere ganar tiempo para pensar en la réplica adecuada, por lo que decidí concentrarme en Ann que se ponía evidentemente nerviosa y era, por tanto, el interlocutor más frágil.
Ponderé que siendo un asunto de familia, debía ser objeto de conversación entre todos los involucrados, por lo que tendríamos que hablarlo con Ariadna y Teresa. Eso la puso de veras enojada. Dijo que no me habían llamado para consultarme sino para comunicarme una decisión, y cuando le respondí que en ese caso no habían elegido la forma correcta, declaró perentoriamente que no necesitaban mi aprobación, probablemente pensando que era lo suficiente para callarme. No lo era.
Cuando Gus dijo que habían decidido que él se mudaría a un departamento próximo a su consultorio, le pregunté qué razones pueden llevar a un hombre a dejar a su mujer y a su hija, a irse de su casa, a deshacer su familia. No respondió y ni siquiera volvió a limpiar las gafas mientras buscaba argumentos. Al verlo con el mentón apoyado en la mano, mirando fijamente el mantel, se me ocurrió que tal vez él no deseaba la separación y que mi reacción le resultaba útil.
Ann estaba al borde de la apoplejía, tal era la indignación en su mirada y tan grande era el esfuerzo que hacía por no perder el control. Supongo que no le entraba en la cabeza que me hubiese atrevido a rechazar una decisión que, según parecen pensar, solamente afecta sus vidas. Noté que su voz, habitualmente clara, sonaba sibilina porque hablaba por entre los dientes para no desbordarse. Dijo que la decisión ya estaba tomada, que lo habían hablado con Ariadna y que la niña la había aceptado. Pregunté si le habían dado la opción de no aceptar. No respondieron. Aproveché su desconcierto momentáneo para decirles que si la separación ya era un hecho consumado me lo habrían comunicado por teléfono en vez de invitarme a un restaurante de lujo en una noche de martes.
Cuando Gus dejó la mesa para ir al lavabo decidí enfrentar a Ann de la manera más tajante y vil, para que entendiese de una vez que uno no se deshace de la familia como de un trapo viejo. Supongo que mi voz sonó ruda y cruel cuando le dije: "Mirá, si lo que pasa es que tenés un amante no te aflijas que eso no me impresiona en lo más mínimo".
Ahora que lo pienso me parece que sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no me detuve a observar sus reacciones y proseguí: "Si es el caso no me interesa en qué hotel gastás las tardes ni con quién, así que no cuentes conmigo para aprobar la disolución de esta familia". Sin darle tiempo a responder avancé tajante: "Somos cinco personas, ¿entendés? Sólo cinco personas que no tienen a nadie más en el mundo, y si ya no querés ser una de nosotros tomá tu cepillo de dientes y salí por la puerta trasera, pero no cuentes con soluciones de compromiso".
Al mirar de reojo a las mesas vecinas por ver si nos escuchaban vi que Gustavo volvía a la mesa y, antes de mirar de nuevo a Anita, oí su voz baja y ronca, como un soplo de fuego y furia que atravesó el espacio entre nuestras sillas y me quemó el oído, el corazón y la mente: "No soy yo la que se acuesta con otro hombre". Se levantó y dejó la mesa.
Gus y yo no dijimos una sola palabra mientras él pagaba la cuenta y salíamos del restaurante. Lo acompañé hasta su coche donde Ann ya estaba sentada al volante y antes de que abriese la puerta le dije: "Vos y yo necesitamos hablar". Para mi sorpresa respondió que no, que era mejor esperar a que Teresa regrese en julio y conversar del asunto con toda la familia. Supongo que de repente esa hipótesis me asustó y le dije: "No toda la verdad es necesaria, basta con la que no hiere a los que amamos".

Y ahora estoy aquí, con el alma en desorden, escribiendo para no pensar, porque cuando uno escribe puede elegir las palabras y el nombre que da a las cosas y cuando piensa no siempre puede evitar que el pensamiento lógico choque con las defensas de nuestro corazón.



**********




Resultó un tipo agradable el Inspector Mandelli. Puntual, como corresponde. Detesto a las personas que llegan tarde a una cita, me parece mucho más que una falta de respeto. Un agravio. Un robo. Porque roban descaradamente el tiempo de quien respeta el horario y suelen poner excusas de lo más extravagantes. De hecho, no concedo más que quince minutos de tolerancia, y una vez transcurridos me voy de donde sea o no atiendo el timbre. Pero el caso es que el Inspector llegó justo a las cuatro de la tarde, como habíamos acordado. Impecablemente vestido con un traje color habano, camisa beige y corbata al tono. Es grandote, de facciones toscas, pero se expresa con una elegancia insólita en alguien que, como él, ha estado inmerso durante años en un ambiente rudo, en el que es habitual el uso de un argot filoso, intra-policíaco.
Mientras le servía un café me dijo: veo que tiene Ud. un exquisito gusto en materia de arte, y se levantó para examinar de cerca un óleo colgado sobre la pared norte del living. Sonriendo le respondí que me lo había regalado su autor, padre de uno de mis alumnos, en retribución por haber contribuido a que su hijo se aficionara a la lectura de los clásicos. No entiendo nada de pintura, le dije, mi inclinación artística pasa casi exclusivamente por la literatura, aunque disfruto de todas las artes, claro.
Después de tomar el primer sorbo de café me explicó que pese a estar retirado de la actividad policial, una circunstancia fortuita lo llevaba a repasar los detalles de la causa del homicidio de Elisa y de su hija. Es una necesidad personal, me dijo, la apetencia de un hombre que descubre una nota discordante en una historia que hasta ahora aparecía como coherente, con todas sus piezas ajustadas.
Le manifesté mi sorpresa y hasta mi desconcierto ante su llamado, teniendo en cuenta los años transcurridos y el convencimiento que tenía de que ese asunto estaba esclarecido y, por lo tanto, definitivamente cerrado.
Me contestó que no había en principio elemento alguno para reabrir la causa y que lo tomara como un interés personal en confirmar las conclusiones que la investigación había arrojado en su momento. Enseguida me pidió que le hablara de Elisa. Le conté que era muy querida por todos nosotros, que se había integrado como si fuera una más de la familia, y era una pieza fundamental en el funcionamiento de mi hogar por su enorme dedicación y el cariño que ponía en la atención de mis hijos. Que en una oportunidad me había comentado el maltrato que le daba su marido y que esa era la única queja que le escuché en todo el tiempo que tuve trato con ella. También le dije que la nena había venido a casa varias veces para los cumpleaños de los chicos y que era un ángel, dulce, educada, de buenos modales.
Me preguntó quién se ocupaba de Paloma cuando Elisa venía a trabajar y tuve que pensar un poco. Finalmente recordé que un vecino de ella era quien iba a buscar a la nena a la salida del colegio, y se la llevaba a su casa donde se quedaba hasta que Elisa pasaba a retirarla.
Mientras yo hablaba, el inspector me miraba muy fijo, no de una manera ofensiva sino como si quisiera suave pero implacablemente horadar mi memoria hasta extraer de ella algún dato significativo que ni él ni yo sabíamos si estaba allí. Eso me agradó, es evidente que el caso le interesa pero también que ese hombre auscultador ha localizado alguna fisura en el asunto y está dispuesto a zambullirse en ella como sea para sacar algo bueno.
Aceptó otro café. Cuando volví de la cocina con la cafetera estaba ensimismado, con una mano en el mentón y la mirada perdida.
Interrumpí sus pensamientos bruscamente, porque al sentarme de nuevo recordé que Elisa me había comentado que el hombre de quien estábamos hablando era un amigo de su familia, oriundo del mismo pueblo que sus padres. Y que en días de paro de transportes él había venido a buscarla con una moto vieja, una Siambretta. Como tocado por un rayo me preguntó si yo lo había conocido y le contesté que en una de esas oportunidades salí a la calle junto con Elisa y lo vi apenas unos instantes mientras ella se acomodaba en el asiento trasero de la moto. A su requerimiento respondí que era un morocho fornido, de aspecto descuidado como la Siambretta, pero que no podría reconocerlo de ninguna manera.
El inspector dejó la taza de café sobre la mesa ratona, se acomodó contra el respaldo del sillón, y con un tono de voz un tanto misterioso me preguntó si Elisa solía venir con marcas visibles en su cuerpo que indicaran haber recibido golpes, pellizcones o alguna otra agresión física. Le contesté que no, que si no me hubiese hecho aquella confidencia no habría podido sospechar que su marido la maltrataba.
Como si hablara consigo mismo, Mandelli rezongó: algo no encaja.
Le dije que lamentaba no serle útil, pero que en esos años a mí me devoraban las obligaciones y apenas tenía tiempo para cumplirlas, y que quizás por eso no había tenido oportunidad de saber más como para ayudarlo.
Volvió a mirarme a los ojos y con una sonrisa encantadora me dijo que todo cuanto le conté era muy valioso para sus propósitos.
Antes de retirarse me preguntó si en el velorio había visto o escuchado algo raro, algo que me llamara la atención o que me hubiese parecido fuera de lugar.
Escarbé en mis recuerdos unos momentos y no me fue difícil contestarle que sí, pero que a lo mejor eran tonterías sin importancia. Respondió que yo no me imaginaba qué determinantes eran esos detalles muchas veces descartados por el común de la gente por parecerles insignificantes, y me pidió que por favor le manifestara sin temor lo que pensaba. Le dije que en principio me llamó la atención que no velaran al marido junto con Elisa y Paloma, porque al fin y al cabo habían sido una familia. Se sonrió casi piadosamente y creo que no le dio a eso importancia alguna. Le expliqué que me extrañó mucho el modo en que una señora que dijo ser cuñada de Elisa, me abordó cuando entré en la casa velatoria preguntándome quién era: no lo hizo con el normal interés de un familiar del fallecido, tampoco con curiosidad sino como increpándome, por lo cual pensé que tal vez era alguien de la policía.
Mandelli registró el dato, pero no reaccionó.
Por último le dije que lo que más me sorprendió fue la actitud de un grupo de familiares reunidos en la capilla ardiente, a dos pasos de los ataúdes cerrados. Palabras sueltas, gestos y miradas en los que creí percibir un reproche hacia Elisa, la desaprobación de una decisión suya o algo así, como si la consideraran de algún modo responsable de la tragedia.
Muy interesado, Mandelli me pidió que recordara qué palabras, qué expresiones había escuchado, pero por más que lo intenté me fue imposible hacerlo. Sólo tengo muy clara mi indignación ante la sospecha de que culpaban a esa pobre chica de un fin tan cruel y despiadado.
Cuando el Inspector se fue me puse a revolver en un cajón y encontré una foto de un cumpleaños de Andrés. Allí está Paloma, entre Marcelo y Federico, en el momento de soplar las velitas. Tiene puesto un sombrerito de papel glacé brillante y sus ojos enormes relumbran como soles. Elisa aparece a lo lejos, y yo tengo cara de cansada. Mamá está detrás de Andrés, con expresión de abuela chocha. Aníbal, como siempre, no está.
Cuánta vida y cuánta muerte en ese instante que el papel aprisiona como memoria de un ayer perdido en la vorágine del tiempo.

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