domingo, 2 de agosto de 2009

CAPÍTULO 16



Algo no va bien, al menos fue lo que dijo Gus cuando se percató de que me quedé casi sin aliento al subir la escalera para ir al cuarto de Ariadna a ver sus muebles nuevos. Por lo visto ella se cansó de su mobiliario infantil y decoró la habitación con piezas ultramodernas, en un arrebato de innovación que Ann apoyó con mal disfrazado disgusto pues mantiene la predilección por el estilo tradicional inglés, tal vez por la evocación de la casa de su familia.
Gus me recordó que hace tres meses por lo menos debí hacerme un check up completo siguiendo su consejo y se recriminó por no haber insistido en ello. A mí no sólo no me sorprendió su descuido, puesto que anduvo agobiado por sus problemas, sino que me alegró que no insistiese porque había decidido no someterme a interminables exámenes cuando sé que estoy bien. Además, no es tiempo para ponerme enfermo, es tiempo para enamorarme, así que le dije que la próxima semana iré a ver a mi médico de clínica general. Tal vez lo haga, aunque seguramente no tengo problemas respiratorios sino falta de ejercicio.
Pensé en invitar a Marta para caminar juntos por las mañanas pero decidí esperar a que me llame pues el sábado le telefoneé desoyendo su pedido de que no lo hiciera ya que estaría toda su familia cerca del teléfono, y después me arrepentí por haberme comportado como un adolescente bobo. Es que tenía muchas ganas de hablarle, de pedirle que nos viéramos, de estar con ella. También quería comentarle el resultado de las investigaciones sobre el caso Moreno, que son de veras asombrosas.
El propio inspector Osmar me llamó para decirme que prendieron a Luzmán y que éste, nervioso y asustado, acabó confesando haber matado a Moreno. No a Elisa y a la niña, sino a Moreno, por haberlas asesinado. Lo que más me impresionó fue que de la declaración de Luzmán surge que éste pensó que Moreno había matado a su mujer y a su hija, y por eso lo asesinó. Fue una deducción, simplemente. No estaba presente en el momento del crimen ni tampoco Moreno admitió haberlas matado cuando él llegó a la casa y encontró al hombre sentado en el suelo, junto a los cuerpos exánimes de Elisa y Paloma. Al ver la escena supuso que Moreno las había asesinado, tomó el arma, la arrimó a su cabeza y disparó. Después limpió cuidadosamente sus impresiones y puso el revólver en la mano de su víctima.
De ser así, Elisa y la niña pueden haber sido muertas por otra persona, ajena a la trama, y nunca se sabrá quién fue el autor del crimen.
Debo admitir que esa historia me puso realmente mal. A tal punto que anoche tuve dificultades para dormir, respiraba dificultosamente y sentía el pecho oprimido. Me domina una sensación de absurdo, como si tuviese delante de mis ojos las vidas de Luzmán, Moreno, Elisa y Paloma diseñadas por un pintor surrealista y consiguiese captar el conjunto del cuadro pero sin determinar el contorno de cada una de las figuras. Sin embargo, sé cuáles son esas figuras y lo que representan: amores malsufridos, celos, desconfianza, frustración, ignorancia, intriga, impotencia, desesperación. Todo encuadrado en un gran marco de injusticia. Supongo que ninguno de los intervinientes en esa trama merecía lo que el destino le reservó, o el destino que construyó para sí mismo, conforme la perspectiva desde la cual se mire el mapa de la existencia.
Voy a intentar no pensarlo más. El inspector Osmar proseguirá la tramitación del juicio de Luzmán; Mandelli se sentirá satisfecho por haber conseguido traer a la luz a un caso que estaba sumergido en la oscuridad; Moreno, Elisa y Paloma descansan en paz; y yo voy a olvidar ese episodio.
Este invierno que ahora empieza va a ser una época feliz. Teresa viene a casa, puede que se entienda con Fernando y se quede o decida cuándo vendrá para quedarse definitivamente. Gus y Anita superarán sus desavenencias pasadas y Ariadna se sentirá feliz y segura con sus padres. Quizás Marta se enamore de mí o al menos acepte ser amada, y en ese caso puede haber un futuro en común para ambos.
Se acaba el otoño, un otoño más, y sin embargo no puedo decir que haya sido igual a los otros, muchas cosas zarandearon mi vida, sacudieron mis certidumbres, despertaron mis sistemas de alarma.
Hace sólo tres meses me preguntaba dónde estaban mis trincheras. Al fin y al cabo estaban aquí mismo, en la batalla que uno traba cada día para defender las cosas en que cree, lo que construyó a lo largo del tiempo, los pilares en que se apoya su existencia, las rutas que habrá de recorrer en el futuro. El tiempo: ésa es la trinchera.

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Estoy sola en casa de nuevo. En este momento el avión en el que Andrés se vuelve a Milán debe estar despegando. Hoy no he querido ir a Ezeiza, nos despedimos aquí, con un abrazo largo y su promesa de regresar en agosto. Lo ha llevado Aníbal y Andy también fue con ellos. Le pedí a Aníbal que después del check in se despidiera, y por suerte entendió: Andrés y su hijo necesitaban esa hora previa al embarque para estar solos y decirse lo que no admite testigos. Gracias a Dios esta semana ha sido de muchísimo provecho para restaurar ese vínculo tan deteriorado por el tiempo y la distancia: Andy es otro chico y su padre ha recuperado un rol que estaba a punto de perder definitivamente.
Estoy sola de nuevo, pero el silencio de mi casa es diferente al de hace algún tiempo. Y es que estoy habitada por otra música, la que nace de las regiones más profundas y se hace melodía en el movimiento de las manos, en el giro de la cintura, en los pliegues de la boca. Hasta mi camelia se ha unido a la fiesta y luce erguida, prodigándose en colores.
Anteayer pude escaparme y fuimos con Gustavo a tomar el té a Las Artes. Fueron dos horas de una charla íntima y deliciosa. Me seduce su sonrisa, con ese destello de malicia cuando me acaricia con su índice el contorno de mis labios, o cuando se acerca para besarme. Ha vuelto a hablar de irnos unos días afuera. Juntos, solos, me dijo. Y me miró con sus ojos de bruma dulce, buscando un sí que no dije, pero quedó en el aire como una promesa de amor inevitable.
Quiero, debo reconocerlo, pero también tengo miedo. Supongo que es normal, hace años que no... Sí, estoy segura de que nada más que con Gustavo puedo recuperar ese territorio de la intimidad. Nadie antes me había hecho sentir predispuesta a abrir mi corazón. Sus caricias son como el agua fresca para mi piel ansiosa de beber en su hombría.
Y sin embargo tengo miedo. Miedo de mostrar este cuerpo aún delgado, pero ya no tan firme, quizás todavía atrayente, pero con las cicatrices que el tiempo imperdonablemente le ha dejado.
Gustavo tal vez intuye lo que siento, porque toda su actitud fue la de darme seguridad, aventar toda clase de dudas. Igual puede desilusionarse cuando me vea. O también yo, aunque no creo.
No sé qué voy a decirles a los chicos... aunque no tengo por qué dar explicaciones. Puedo deslizar como al acaso que me voy por unos días a la quinta de Ester, en Tortuguitas. Le aviso a ella que no llame y listo.
¿Y si digo la verdad? No, no me animo todavía. En todo caso más adelante, cuando lo conozcan. Ahora les caería como un baldazo de agua helada.
Cuánta razón tiene Ester cuando dice que somos la generación de los sometidos: sometidos a nuestros padres, a quienes no podíamos siquiera insinuar que éramos jóvenes, sanos y con hambre de amar; y sometidos a nuestros hijos, frente a los cuales nos da pudor ser todavía sanos y -más que nunca- hambrientos de amor.
A cuántos matrimonios equivocados condujo ese sometimiento en nuestra época. Tal vez no me hubiera casado con Aníbal si hubiéramos sido libres de tener sexo sin escondernos. Quizás Elisa tampoco se hubiera casado con Moreno.
Cuando regresábamos Gustavo me contó que el marido de Elisa no se suicidó sino que fue Luzmán el que le disparó al encontrarlo arrodillado junto a los cadáveres de Elisa y de Paloma. Qué pena. Cuánto dolor por un juego de pasiones que descarriló hasta convertirse en tanta muerte.
Una página tristísima que hay que doblar en forma definitiva.
Mi camelia luce en todo el esplendor de su roja carnadura, con unas pinceladas blancas que me hacen pensar que aún en la plenitud de la pasión hay pureza. Y yo me siento repleta de luz, pura y pasional.
Al llegar a casa Gustavo me dijo que tenía mucho que agradecer a Dios por todo lo bueno que le había sucedido últimamente, y en especial por haberme conocido. Entonces, con cierta picardía, le pregunté: ¿Estás seguro de que no me conocías antes? Me miró con algo de sorpresa y esa dulzura infinita que siempre merodea en su mirada. Yo ya te conocía, le dije. Y le conté que lo había visto en una cena del Rotary y después en casa de Isabel, cuando ella festejó sus cincuenta años. No podía creer que yo fuera amiga de Isabel, y menos todavía que él no me recordara. Le expliqué que en esa época usaba el pelo corto y más claro, y tenía unos kilos de más. Al fin los dos nos reímos. Gustavo dijo: estoy convencido de que tenía que encontrarte ahora, de que este es el momento apropiado para que estemos juntos, Marta. Y me besó. Nos besamos. Un beso que augura que esos días a solas serán como vivir en el paraíso.
Mañana iré a la peluquería, en cuanto me haya llamado Andrés, y después de hablar con Gustavo.
Y ahora mismo me comunicaré con Isabel. Tengo que contarle.

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