miércoles, 12 de agosto de 2009

CAPITULO 19




Hace unos pocos días mi planeta de vuelos sin horarios era redondo y perfecto, y todos mis sueños se desplegaban como bandadas de luz: la luz del amor.
Hoy, apenas con vida, estoy inerme, detenida en un pozo negro en el que sólo resplandecen los chispazos de la más inmensurable decepción.
¿Cómo pude ser tan tonta? ¿Cómo no me di cuenta que ese hombre al que ya ni siquiera puedo nombrar, no tenía otro proyecto para compartir más que un fin de semana con una mujer madura pero ingenua, a la que tuvo que fingir amor
para añadir a un paseo turístico un poco de sexo?
Caí como una tonta. Creí. Y no puedo perdonármelo. Debí saber que a estas alturas no hay hombre que desee comprometerse con una mujer para estar juntos, amarse, enlazar sus destinos y gozar y sufrir y caminar de la mano por todos los territorios imaginables de la dicha y de la desdicha.
Cuánta razón tiene Isabel. Después de Aníbal me parapeté en la soledad para criar a mis hijos y no pude ni quise relaciones superficiales. Pero ella me lo dijo siempre: hay que tomar lo que viene, disfrutarlo y después... a otra cosa. Yo soñé con el amor. Con esa suma de hombre y mujer en las buenas y en las malas, para disfrutar de a dos de las dulzuras de la vida, y afrontar en yunta los vendavales. Para compartir la cama, la mesa, la mirada al mañana. Creí haberlo encontrado ahora. Y sólo hallé esta tremenda desilusión.
¿Cómo pudo haberme mentido tanto? Hasta me llamó por teléfono al poco rato de dejarme en casa, cuando volvimos de Iguazú: tierno, dulce, halagándome el oído con palabras que me alborotaron los sentidos, diciéndome lo mucho que iba a extrañar esa noche el no tenerme a su lado. Y yo le dije que mi cama iba a parecerme un desierto interminable al despertar sin sus caricias.
Cómo debe haberse reído. Qué avergonzada me siento ahora. Ultrajada: esa es la palabra.
Ha pasado una semana desde entonces y su silencio me pesa como una lápida de plomo. El muy hipócrita me dijo que al día siguiente iba a darme una sorpresa. ¡Vaya sorpresa! Le habrá parecido estupendo poner fin a la aventura de ese modo: dejándome con las huellas de su cuerpo en mi cuerpo y mi corazón al rojo vivo prendido de su amor, que no era amor sino una farsa despiadada.
Ni una llamada, ni una explicación, ni el coraje de decirme cara a cara que no me quería.
Me preocupé el miércoles cuando ya entrada la tarde no me había llamado e intenté comunicarme con él, pero no contestó en su casa y su celular estaba apagado. Esperé toda la noche despierta, segura de que se le había presentado algo urgente que atender: un problema de Gus o de su familia, un accidente, lo que fuera. Nada. Desistí de llamar después, no era razonable insistir cuando lo lógico era que se comunicara él. Dos veces pasé por la vereda de enfrente del edificio en el que vive: en su departamento había luz y el ventanal del living abierto, con las cortinas corridas, como a él le gusta. No necesité más para entender, aunque me costara. Seguro estaba ahí, orgulloso de su hazaña.
Y yo, destruída.
No puedo pensar. No puedo recomponerme. No puedo vivir. Ni siquiera he respondido a los llamados de Isabel. Ni a los de Diana. Apenas he hablado unas palabras con Marcelo, solamente para que no se le ocurriera venir a ver qué me pasa. No quiero hijos ni nietos ni amigas. Ni confesiones ni discursos. Ni aporreos ni lástima.
Hace una semana pensé haber asido la felicidad con mis manos, con mi boca, con mi alma.
Hoy no tengo más que un silencio hecho de niebla y de desesperanza.

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