lunes, 29 de junio de 2009

CAPITULO 7




A ver si organizo mis ideas y consigo entender lo que sucedió. Lo que está sucediendo. Durante todo el día unos pensamientos rocambolescos aletearon en mi cabeza y no termino de encajar las piezas del puzle.

Vamos por partes.

Cuando Antonio, que suele diagnosticar los problemas en el motor de mi coche sólo con arrimar el oído al capó cerrado, dijo que había problemas con el radiador, le creí inmediatamente. Pero quería estar en la Clásica para la función de teatro a las seis de la tarde y le pregunté si podría volver el día siguiente, que sería hoy. Entonces llamó a Alfonso. Cuando el tipo, que estaba metido debajo de otro coche, se levantó y me vio, hizo un movimiento brusco como si lo hubieran empujado o fuese a dar media vuelta y echarse a correr. Fue una reacción instantánea, no más que un chispazo, pero le noté nítidamente el impulso de huir. Sin embargo, se detuvo y se puso a revisar el radiador como el patrón le indicó. No volvió a mirarme y hasta me evitó cuando, terminada la revisión, le dijo a Antonio que había que cambiar el radiador y que podría hacerlo al día siguiente. Y se metió de nuevo debajo del coche que estaba arreglando.

Acordé con Antonio en volver hoy y regresé al centro, agobiado porque había demasiado tránsito y ya eran las cinco. Apenas había dejado Chacarita cuando el motor empezó a hacer unos ruidos extraños. Con el coche así no iba a llegar lejos y no estaba para quedarme en el medio de la Avenida Corrientes. Así que estacioné donde pude y traté de tomar un taxi, lo que no fue fácil. Tardé como media hora esperando que pasase alguno libre y, para colmo, antes de llegar al Abasto se empezó a enlentecer el tránsito y a la altura de Pueyreredón ya había un embotellamiento. El conductor intentó desviarse para tomar Viamonte pero le fue imposible.
Supongo que estaba tan enojado por las circunstancias que en aquellos momentos no pensé en el mecánico y en su reacción al verme. Mejor dicho, pensé vagamente que podía ser alguien que se sentía perjudicado por alguna sentencia mía.

Divagué sobre los aciertos y desaciertos del azar. Nada sucede por casualidad. No hay coincidencias, dicen. Creo que intenté tranquilizarme pensando que a lo mejor había alguna razón para que no llegase a tiempo a la función. En casos así, siempre me viene a la memoria el llamado de Teresa desde el aeropuerto JFK, aquella noche de Septiembre de 98. Se le notaba al borde de las lágrimas y podía adivinar los cantos de la boca fruncidos hacia abajo, los ojos parpadeando frenéticamente, como suele hacer cuando va a llorar. Había perdido el vuelo 111 de Swissair. "Tenía que estar en Ginebra mañana sin falta", me decía, "para hacer el reportaje de la conferencia, me fue tan difícil conseguir ese contrato, luché tanto por ello, no podía fallarles, papá, no sé cómo me retrasé media hora y ya no me dejaron subir al avión". Su vocecita temblaba. Traté de consolarla repitiendo lo de siempre: "nada sucede por casualidd, dicen, las coincidencias no existen". Cuando me llamó a la mañana siguiente lloraba sin parar: "Se cayó el avión, papá, se estrelló en Nueva Escocia, murieron los 229 pasajeros". Nada sucede por casualidad, hija.

Atrapado en el embotellamiento y convencido de que ya no llegaría a tiempo para la función, pensaba en eso una y otra vez y me olvidé del tipo que casi salió corriendo al verme.

Acabé por ir a casa a ducharme y después a cenar al Sottovoce Madero.
Hacía mucho frío para comer en la terraza, mirando al río, como me gusta, así que me quedé en el salón. Aunque el ruido me incomodaba traté de serenarme. Todavía el rostro del mecánico no había vuelto a mi conciencia. Me confirmé una vez más en la idea de que cenar solo en un restaurante me deprime. La cena, a diferencia del almuerzo, es una celebración. No sé de qué ritos, probablemente del rito del encuentro. Al mediodía los restaurantes son lugares de paso. Por la noche son lugares para celebrar, aunque sea la circunstancia de estar con alguien cuya mirada, desde el lado opuesto de la mesa, nos transmite el sentido de comunión.
Al salir, cuando buscaba un taxi, la cara del mecánico me vino a la memoria, como un relámpago. No como lo vi ahora, afeitado y con el cabello muy corto, sino con barba y melena larga. Y supe que aquella fisonomía no me era extraña. No obstante, no conseguí ubicar su rostro en mis registros mentales. No lo pensé más.

Sin embargo, esta mañana cuando fui a llevar las llaves del coche al taller para que lo fuesen a recoger, noté que el individuo no estaba. Antonio dijo que había desaparecido. "¿Cómo?" Pregunté. "Desapareció", dijo, "vivía en ese cuartito que se ve al fondo, pero al ver que no venía lo fuimos a buscar y vimos que se llevó todas sus cosas". Y se puso a tejer consideraciones sobre los empleados de hoy día que ganan algún dinero y antes de gastarlo no vuelven al trabajo. "Ya no hay gente como la de antes, volverá cuando se le acabe la plata", concluyó. Pero a mí aquello me sonó como un alarma. Volví a ver la expresión en sus ojos cuando me miró, la reacción instantánea de ponerse en fuga. Le pregunté a Antonio quien era. Se llama Alfonso Luzmán, dijo, es de Salta, recién llegado a Buenos Aires.

No, no es de Salta. Por lo menos no vivió siempre allí. Si anteayer no hubiese recordado el caso de Moreno cuando reflexionaba sobre El Precio, nunca hubiera conseguido ubicar al individuo: fue testigo de la mujer de Moreno en el juicio por la tutela de la menor. Había sido colega del padre. Un amigo de la familia. La parte a favor de quien testimonió ganó la causa. Después Moreno mató a la mujer y a la hija y se suicidó. Y pasados seis años ese individuo, Alfonso Luzmán, se tomó un susto de muerte al verme. Algo no está bien.
Mañana voy al Tribunal a ojear aquel proceso.


**********


Como se suspendió la clase de yoga por desperfectos en los sanitarios del edificio, me fui a visitar a tía Juana. Antes del mediodía ya estaba paseando con ella por el parque, entre los limoneros, las fucsias y los jazmines. Insistía en llevarme de la mano, mientras yo procuraba inútilmente liberar mi brazo para asirla por la cintura y que se apoyara en mi hombro, aunque con la otra mano llevaba su bastón. No le gusta usarlo, pero lo necesita. A cada amago de claudicación de sus rodillas me miraba y se reía como una criatura pescada en falta. Siempre pregunta por Federico, su ahijado, quien por supuesto no ha ido a verla nunca desde que ella se fue a vivir a esa residencia. Lo recuerda tal como era entonces, un chico de diecisiete años, flaco, granoso, con un flequillo inaceptablemente largo que le cubría los ojos como para no obligarlo a ver al mundo. Yo le cuento que está espléndido, que es todo un artista y que sus trabajos en cuero se venden muy bien, no sólo en Buenos Aires, sino en Mar del Plata y en Pinamar. ¿Se cortó el pelo? me dice. Claro, tía, ahora está casi rapadito, lo hace muy interesante. Y ella vuelve a reírse, como si fuera feliz.
Mientras almorzábamos solas en una mesa que las chicas nos preparan cuando voy para que podamos charlar tranquilas, miré a mi alrededor: un grupo de treinta ancianos comía pactando lo imposible con su mochila de achaques de diferente crueldad. Esto nos espera a todos, si no tenemos la suerte de morir antes de que el tiempo nos devore los atributos de la autosuficiencia. ¿Cuál seré yo? me pregunté. ¿La que está en silla de ruedas y apenas puede tomar el tenedor con los dedos semirrígidos de su mano derecha? ¿O aquélla que come sin mirar a nadie, con un sello de amargura en su rostro macilento? ¿O la tía Juana, que va y viene por los caminos de la memoria, perdiéndose a veces y volviendo por donde puede? Me puse loca cuando tomó la decisión de irse a vivir a un geriátrico. Nos llamó a los seis sobrinos y nos lo dijo. El día anterior había salido para ir a la verdulería y al llegar a la puerta de calle no supo para dónde ir. No reconocía siquiera el lugar. Era como si una nube pasara sobre mi razón, nos explicó. Y pasó. Pero toda esa tarde y toda esa noche pensó sobre su futuro y finalmente se decidió. No necesitás ir a un lugar así, le dije, ahora que quedamos nada más que Fede y yo en el departamento, podés venirte a vivir con nosotros. Me miró con una ternura infinita y me dijo: vos tenés que ser libre, Marta, vivir tu vida alguna vez, basta de cargas.
Antes de irme, dije que iba al toilette. Me llevó de la mano hasta la puerta y me sorprendí cuando quiso entrar conmigo. Se le confundieron los tiempos en los recovecos más hondos de la memoria: me condujo como si yo tuviera tres o cuatro años y la dejé hacer.
Al despedirnos me abrazó largamente dejando caer su bastón, y murmuró en mi oído: qué felices que fuimos, Marta ¿no es verdad?.
Sí tía, claro que sí, le dije emocionada. Sí, Marta. Fuimos muy felices.
Se necesitan veinte años para hacer un viejo, de los sesenta a los ochenta. Una carrera en la que apenas pasé el punto de largada. Tengo mucho que hacer para arribar al podio como Dios manda. Pero mucho también para vivir de verdad saboreando la vida hasta la última gota de sus jugosos frutos. Libre.

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