lunes, 29 de junio de 2009

CAPITULO 7




A ver si organizo mis ideas y consigo entender lo que sucedió. Lo que está sucediendo. Durante todo el día unos pensamientos rocambolescos aletearon en mi cabeza y no termino de encajar las piezas del puzle.

Vamos por partes.

Cuando Antonio, que suele diagnosticar los problemas en el motor de mi coche sólo con arrimar el oído al capó cerrado, dijo que había problemas con el radiador, le creí inmediatamente. Pero quería estar en la Clásica para la función de teatro a las seis de la tarde y le pregunté si podría volver el día siguiente, que sería hoy. Entonces llamó a Alfonso. Cuando el tipo, que estaba metido debajo de otro coche, se levantó y me vio, hizo un movimiento brusco como si lo hubieran empujado o fuese a dar media vuelta y echarse a correr. Fue una reacción instantánea, no más que un chispazo, pero le noté nítidamente el impulso de huir. Sin embargo, se detuvo y se puso a revisar el radiador como el patrón le indicó. No volvió a mirarme y hasta me evitó cuando, terminada la revisión, le dijo a Antonio que había que cambiar el radiador y que podría hacerlo al día siguiente. Y se metió de nuevo debajo del coche que estaba arreglando.

Acordé con Antonio en volver hoy y regresé al centro, agobiado porque había demasiado tránsito y ya eran las cinco. Apenas había dejado Chacarita cuando el motor empezó a hacer unos ruidos extraños. Con el coche así no iba a llegar lejos y no estaba para quedarme en el medio de la Avenida Corrientes. Así que estacioné donde pude y traté de tomar un taxi, lo que no fue fácil. Tardé como media hora esperando que pasase alguno libre y, para colmo, antes de llegar al Abasto se empezó a enlentecer el tránsito y a la altura de Pueyreredón ya había un embotellamiento. El conductor intentó desviarse para tomar Viamonte pero le fue imposible.
Supongo que estaba tan enojado por las circunstancias que en aquellos momentos no pensé en el mecánico y en su reacción al verme. Mejor dicho, pensé vagamente que podía ser alguien que se sentía perjudicado por alguna sentencia mía.

Divagué sobre los aciertos y desaciertos del azar. Nada sucede por casualidad. No hay coincidencias, dicen. Creo que intenté tranquilizarme pensando que a lo mejor había alguna razón para que no llegase a tiempo a la función. En casos así, siempre me viene a la memoria el llamado de Teresa desde el aeropuerto JFK, aquella noche de Septiembre de 98. Se le notaba al borde de las lágrimas y podía adivinar los cantos de la boca fruncidos hacia abajo, los ojos parpadeando frenéticamente, como suele hacer cuando va a llorar. Había perdido el vuelo 111 de Swissair. "Tenía que estar en Ginebra mañana sin falta", me decía, "para hacer el reportaje de la conferencia, me fue tan difícil conseguir ese contrato, luché tanto por ello, no podía fallarles, papá, no sé cómo me retrasé media hora y ya no me dejaron subir al avión". Su vocecita temblaba. Traté de consolarla repitiendo lo de siempre: "nada sucede por casualidd, dicen, las coincidencias no existen". Cuando me llamó a la mañana siguiente lloraba sin parar: "Se cayó el avión, papá, se estrelló en Nueva Escocia, murieron los 229 pasajeros". Nada sucede por casualidad, hija.

Atrapado en el embotellamiento y convencido de que ya no llegaría a tiempo para la función, pensaba en eso una y otra vez y me olvidé del tipo que casi salió corriendo al verme.

Acabé por ir a casa a ducharme y después a cenar al Sottovoce Madero.
Hacía mucho frío para comer en la terraza, mirando al río, como me gusta, así que me quedé en el salón. Aunque el ruido me incomodaba traté de serenarme. Todavía el rostro del mecánico no había vuelto a mi conciencia. Me confirmé una vez más en la idea de que cenar solo en un restaurante me deprime. La cena, a diferencia del almuerzo, es una celebración. No sé de qué ritos, probablemente del rito del encuentro. Al mediodía los restaurantes son lugares de paso. Por la noche son lugares para celebrar, aunque sea la circunstancia de estar con alguien cuya mirada, desde el lado opuesto de la mesa, nos transmite el sentido de comunión.
Al salir, cuando buscaba un taxi, la cara del mecánico me vino a la memoria, como un relámpago. No como lo vi ahora, afeitado y con el cabello muy corto, sino con barba y melena larga. Y supe que aquella fisonomía no me era extraña. No obstante, no conseguí ubicar su rostro en mis registros mentales. No lo pensé más.

Sin embargo, esta mañana cuando fui a llevar las llaves del coche al taller para que lo fuesen a recoger, noté que el individuo no estaba. Antonio dijo que había desaparecido. "¿Cómo?" Pregunté. "Desapareció", dijo, "vivía en ese cuartito que se ve al fondo, pero al ver que no venía lo fuimos a buscar y vimos que se llevó todas sus cosas". Y se puso a tejer consideraciones sobre los empleados de hoy día que ganan algún dinero y antes de gastarlo no vuelven al trabajo. "Ya no hay gente como la de antes, volverá cuando se le acabe la plata", concluyó. Pero a mí aquello me sonó como un alarma. Volví a ver la expresión en sus ojos cuando me miró, la reacción instantánea de ponerse en fuga. Le pregunté a Antonio quien era. Se llama Alfonso Luzmán, dijo, es de Salta, recién llegado a Buenos Aires.

No, no es de Salta. Por lo menos no vivió siempre allí. Si anteayer no hubiese recordado el caso de Moreno cuando reflexionaba sobre El Precio, nunca hubiera conseguido ubicar al individuo: fue testigo de la mujer de Moreno en el juicio por la tutela de la menor. Había sido colega del padre. Un amigo de la familia. La parte a favor de quien testimonió ganó la causa. Después Moreno mató a la mujer y a la hija y se suicidó. Y pasados seis años ese individuo, Alfonso Luzmán, se tomó un susto de muerte al verme. Algo no está bien.
Mañana voy al Tribunal a ojear aquel proceso.


**********


Como se suspendió la clase de yoga por desperfectos en los sanitarios del edificio, me fui a visitar a tía Juana. Antes del mediodía ya estaba paseando con ella por el parque, entre los limoneros, las fucsias y los jazmines. Insistía en llevarme de la mano, mientras yo procuraba inútilmente liberar mi brazo para asirla por la cintura y que se apoyara en mi hombro, aunque con la otra mano llevaba su bastón. No le gusta usarlo, pero lo necesita. A cada amago de claudicación de sus rodillas me miraba y se reía como una criatura pescada en falta. Siempre pregunta por Federico, su ahijado, quien por supuesto no ha ido a verla nunca desde que ella se fue a vivir a esa residencia. Lo recuerda tal como era entonces, un chico de diecisiete años, flaco, granoso, con un flequillo inaceptablemente largo que le cubría los ojos como para no obligarlo a ver al mundo. Yo le cuento que está espléndido, que es todo un artista y que sus trabajos en cuero se venden muy bien, no sólo en Buenos Aires, sino en Mar del Plata y en Pinamar. ¿Se cortó el pelo? me dice. Claro, tía, ahora está casi rapadito, lo hace muy interesante. Y ella vuelve a reírse, como si fuera feliz.
Mientras almorzábamos solas en una mesa que las chicas nos preparan cuando voy para que podamos charlar tranquilas, miré a mi alrededor: un grupo de treinta ancianos comía pactando lo imposible con su mochila de achaques de diferente crueldad. Esto nos espera a todos, si no tenemos la suerte de morir antes de que el tiempo nos devore los atributos de la autosuficiencia. ¿Cuál seré yo? me pregunté. ¿La que está en silla de ruedas y apenas puede tomar el tenedor con los dedos semirrígidos de su mano derecha? ¿O aquélla que come sin mirar a nadie, con un sello de amargura en su rostro macilento? ¿O la tía Juana, que va y viene por los caminos de la memoria, perdiéndose a veces y volviendo por donde puede? Me puse loca cuando tomó la decisión de irse a vivir a un geriátrico. Nos llamó a los seis sobrinos y nos lo dijo. El día anterior había salido para ir a la verdulería y al llegar a la puerta de calle no supo para dónde ir. No reconocía siquiera el lugar. Era como si una nube pasara sobre mi razón, nos explicó. Y pasó. Pero toda esa tarde y toda esa noche pensó sobre su futuro y finalmente se decidió. No necesitás ir a un lugar así, le dije, ahora que quedamos nada más que Fede y yo en el departamento, podés venirte a vivir con nosotros. Me miró con una ternura infinita y me dijo: vos tenés que ser libre, Marta, vivir tu vida alguna vez, basta de cargas.
Antes de irme, dije que iba al toilette. Me llevó de la mano hasta la puerta y me sorprendí cuando quiso entrar conmigo. Se le confundieron los tiempos en los recovecos más hondos de la memoria: me condujo como si yo tuviera tres o cuatro años y la dejé hacer.
Al despedirnos me abrazó largamente dejando caer su bastón, y murmuró en mi oído: qué felices que fuimos, Marta ¿no es verdad?.
Sí tía, claro que sí, le dije emocionada. Sí, Marta. Fuimos muy felices.
Se necesitan veinte años para hacer un viejo, de los sesenta a los ochenta. Una carrera en la que apenas pasé el punto de largada. Tengo mucho que hacer para arribar al podio como Dios manda. Pero mucho también para vivir de verdad saboreando la vida hasta la última gota de sus jugosos frutos. Libre.

sábado, 27 de junio de 2009

CAPITULO 6




Ahora, al mirar el correo abrí un programa de eventos de Clásica y Moderna y bien que lo hice: esta tarde iré a ver un espectáculo, de esos que llaman teatro under. Vi El Precio hace muchos años y se me quedó grabada la destreza con que Arthur Miller coloca a los personajes en una situación de conflicto, haciendo que se asome lo peor de cada uno cuando las verdades individuales son puestas al desnudo. Me pregunto si existirá alguien que al mirar su pasado se sienta plenamente gratificado con el panorama. Pienso que todos, sin excepción, tenemos asignaturas pendientes en el ajuste de cuentas con nuestra historia personal. Nunca podemos saber si nuestras elecciones fueron acertadas porque desconocemos cómo nos habría corrido la vida si hubiesen sido diferentes. Asumiendo que uno tenga opciones, lo que a veces no sucede.
Si me pusiese a observarme en el pasado, seguramente nunca más dormiría. Tantas fueron las situaciones de angustia que tuve que sobrellevar, tantas fueron las veces en que deseé dejar mi profesión y dedicarme a tareas que no dependiesen de mi capacidad de análisis y evaluación. Aunque uno no se arrepienta de las decisiones tomadas sabe que muchas veces si hubiese previsto sus consecuencias no las hubiera adoptado. Pero sólo lo sabe después, cuando es demasiado tarde. Como en el caso de aquel tipo, Moreno. Nunca se me olvidará su nombre. Pretendía la guarda de la hija y adjudiqué la patria potestad a la madre. Si volviese atrás, sin saber lo que sucedió después, seguramente mi sentencia sería la misma, el individuo era alcohólico, con un temperamento inestable y conflictivo, aunque fuese buen mecánico no paraba en ningún empleo, y la madre de la niña era quien, al fin y al cabo, garantizaba con su humilde trabajo como doméstica la estabilidad, aunque precaria, de la familia. Si supiera que iba a matar a ambas y enseguida suicidarse seguramente mi sentencia habría sido diferente. Alguien dijo que es una suerte que no podamos conocer el futuro. Pienso que es una suerte que podamos olvidar el pasado. El hombre no sobreviviría como especie si no tuviese la capacidad de olvidar.
Bien, me detuve en divagaciones cuando en verdad abrí este documento para el registro solemne de lo que prometí a Ariadna: todas las noches al acostarme debo cerrar los ojos y visualizarla dentro de una pirámide luminosa y translúcida. Fue lo que me recomendó que hiciese luego de informarme su reciente interés por la Meditación Transcendental, con el pedido de que lo apuntase para no olvidarme de practicar el rito todas las noches. Se lo prometí y lo cumplo. Si me muero y viene a leer mis notas, se enterará de que el abuelo la tomaba en serio. Y, además, le obedecía. Cuando me reí preguntó si no me agradaba la idea de pensarla en estado de gracia, envuelta por una pirámide translúcida. Por supuesto que me agrada, niña, por supuesto que sí.


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Dos veces en mi vida estuve a punto de darle a Marcelo una buena bofetada. La primera fue hace unos tres años, cuando le pedí que intentara acercarse a Federico, ejercer de hermano, y me contestó de un modo que no quiero siquiera recordar. La segunda fue anoche. Después de cenar y mientras las nenas miraban por enésima vez la película que trajeron de Iguazú, nos sentamos a charlar los dos en el living, a hablar de nuestras cosas. Marcelo es el único de mis hijos que sabe leerme. Le basta una mirada para descifrar cada una de mis luces y mis sombras, cada hondonada, cada cumbre, cada meseta. No terminás de estar bien, me dijo con una sonrisa dulce que me arrebató el corazón. Le conté que estaba tratando de recomponer mi planeta un tanto descarriado, despejando incógnitas, alisando el terreno del hangar de mis sueños. Y fue entonces cuando lo soltó: tenés que buscarte un novio, mamá. Me explotó el cerebro. En ese mismo instante me atravesaron al galope los fotogramas del día en que preparé chocolate con churros, senté a los tres a la mesa y les expliqué que su padre ya no viviría con nosotros. Andrés se quedó muy serio, sólo me miraba sin hablar. Federico a mi lado se puso a llorar y me abrazó poniendo su cabecita en mi falda. Marcelo se agarró la cabeza apoyando los codos sobre la mesa, como si quisiera desaparecer. Les dije que todo estaría bien, que papá seguiría siendo papá aunque no lo vieran todas las noches, que no les iba a faltar el amor de ninguno de los dos, y que como estar juntos no nos hacía bien, seguramente seríamos mejores padres y ellos se beneficiarían con eso. Marcelo levantó la cabeza y dijo: bueno, si es lo mejor sí, pero prometeme que no nos vas a traer otro papá a casa. Ni vas a tener novio. Lo miré sorprendida y entonces Marcelo agregó: Prometelo mamá. ¿No Andy, no que no queremos? dijo mirando a su hermano mayor. Y yo les prometí. A Marcelo, que había formulado la moción. A Andrés, que con su silencio asentía. Y hasta a Federico, que dejó de llorar y me miraba fijo con sus enormes ojos castaños todavía mojados. Sin embargo, nada dijeron cuando seis meses después Aníbal les presentó a su nueva mujer. Y como correspondía, los ayudé a aceptar esa parte de la vida de su padre con naturalidad.
Y ahora Marcelo me vino a provocar alegremente, con un tono de voz concesivo como si me hubiera notificado que se levantó la interdicción, que ya mis hijos me devuelven la palabra empeñada. Por favor.
Mi mano crispada me hizo saber con cuántos voltios me había llegado su recomendación.
Fui a la cocina a servirme otro café, y recordé un comentario que hizo alguien en la Clásica, después de la función. Las debilidades humanas emergen en situaciones de conflicto, dijo. Y otro replicó que, de ser así, los individuos que rehuyen esas situaciones deben desarrollar seguramente sólidos mecanismos de defensa. Si el debate fuera mañana yo podría agregar que aún no rehuyéndolas sino enfrentándolas a pie firme, uno puede armarse un aceitado mecanismo para abortar debilidades. Como la de darle una bofetada a un hijo y hacerse el coraje de recibirla uno en su propio corazón. ¿Qué culpa tiene un chico de ser egoísta? ¿Qué culpa tiene un hombre de seguir siéndolo, cuando es connatural con el género el egoísmo fino, destilado, que los hace privilegiarse sin margen de error, a destajo y sin concesiones? ¿Y qué culpa tiene Marcelo de que su madre haya aceptado una clausura de acerada transparencia? O lo peor: ¿qué culpa tiene de que aún hoy aflore de su subconciente la angustiosa necesidad de que le concedan los permisos para vivir?






miércoles, 24 de junio de 2009

CAPITULO 5





Cuando Teresa estuvo acá Ann venía muchas veces. Ambas se llevan muy bien aunque raramente estén en contacto. De todos modos, cuando se encuentran es una fiesta. Supongo que Teresa es una fiesta en la vida de cualquiera. A veces también venía Ariadna, cuando su horario escolar se lo permitía. Me gustó ver juntas a esas tres mujeres y tenerlas cerca. A pesar de que Gus sólo se reunía con nosotros para cenar, esa semana éramos otra vez una familia, como cuando Eugenia vivía y los chicos estaban en casa.

Me estoy poniendo nostálgico.

Antes de irse Teresa me dijo que a Ann le pasaba algo, no porque ella se lo hubiese contado sino porque la notaba preocupada y triste. Sugirió que hablase con Gus. Le hice ver que si era Ann la que no estaba bien, con ella debía hablar y no con el marido. Me respondió que no, porque probablemente el problema de Ann era Gus. Las mujeres tienen una manera de ver las cosas que nunca deja de sorprenderme. Decidí hablar con ambos. Dijeron que estaban atravesando una crisis, que las cosas se compondrían con el tiempo. Cuando se lo conté a Teresa, por teléfono, opinó que las cosas no se arreglan con el tiempo, o las componemos nosotros o no hay nada que hacer. "Es lo peor que le puede pasar a un matrimonio" –afirmó–: "esperar que el tiempo solucione lo que las personas no son capaces de resolver". De manera que sugerí a mi hijo y a mi nuera que aprovecharan la Semana Santa para hacer un viajecito solos. Después de rezongar un poco aceptaron la idea. Fueron a Iguazú. Ariadna se quedó conmigo.

Discutíamos todas las noches a la hora de la cena. Ella dice que los viejos no sabemos nada, que creemos ser sabios porque hemos vivido mucho, pero en otros tiempos, por eso es que de la vida de hoy no sabemos nada. "Y vos menos" –añadió en cierta ocasión– "porque vivís aislado, fuera del mundo, encerrado en una casa demasiado grande, sin ocupación, sin hacer algo útil, sin un amigo con quien conversar". Intenté hacerle ver que las cosas fundamentales de la vida se repiten a través de las generaciones. Respondió: "Puede ser, pero la manera de solucionar los problemas cambia". Volvíamos una y otra vez a ese tema, a propósito de todo. En una ocasión la charla se encauzó hacia sus padres. Sabía que habían viajado con el fin de arreglar su matrimonio. Procuré minimizar el asunto diciéndole que no era tan grave, simplemente necesitaban estar algún tiempo solos, tener alguna intimidad, quebrar la rutina. Para mi asombro me respondió que lo que cada uno de ellos necesitaba era buscarse un amante. "Sabés" –dijo la nena con el mayor desparpajo–"cuando las parejas tienen problemas, es en la cama donde funcionan mal". En ese momento me atraganté con la sopa.

Una noche discutimos en serio a causa de su obstinación en no comer para no engordar. No me cabe en la cabeza que una adolescente que mide 1.70 y pesa 58 kilos deba hacer dieta. Es magra como un junco. Le hice un sermón sobre la salud a lo que respondió que está cansada de que se metan en su vida, de las opiniones de los adultos, de los consejos de los maestros. Le dije que todos los adolescentes pasan por esa fase de rebeldía, piensan lo mismo y actúan de la misma manera, y se puso furiosa por lo que llamó la prepotencia de la tercera edad. Sin embargo la niña tiene tan buen temperamento –seguro lo heredó de su abuela– que se le fue el enojo en el tiempo que tardó en ir del comedor al sofá de la sala. Estaban dando una película antigua en la tele y se quedó a verla conmigo. Puso una almohada sobre mis piernas, se acomodó con la cabecita sobre mis rodillas y al rato se durmió. Más tarde, para no despertarla, la alcé en mis brazos y la llevé al que era el cuarto de su padre, donde suele dormir cuando está aquí, le quité las zapatillas y la cubrí con una manta. Me quedé con una sensación cálida en el pecho: la sensación que uno tiene cuando no está solo.

Desde que Ariadna estuvo en casa me sorprendo más de una vez pensando en las cosas que me dijo. Y en parte tiene razón. Seguramente está en lo cierto cuando dice que vivo fuera del mundo. Sea por lo que me dijo, o porque tal vez yo mismo empecé a creer que esto así no va, o por lo que fuera, decidí cambiar mis hábitos. Como experimento, a ver qué pasa. Aunque salir a la calle no sea la solución para la soledad, por lo menos puedo distraerme, pensar en algo que no sea la inutilidad de mi vida. Así que ya empecé a salir todas las mañanas: camino hasta Rodríguez Peña, doy un par de vueltas alrededor de la plaza y después almuerzo en el Ibérico, un lugar sosegado, donde se come bien, y no está demasiado lejos.

Cuando le dije a Adelina que de ahora en más iba a almorzar afuera, casi le da un colapso. Seguro llamó a Gus para quejarse de que era inútil seguir trabajando en esta casa si ni siquiera puede prepararme la comida, pero mi hijo la debe haber convencido de que me sería beneficioso, porque al día siguiente estaba tranquila y bien dispuesta, haciendo planes complicados para reorganizarse. Vino tres o cuatro veces a decirme cómo iban a ser las cosas en adelante. Cada vez que decidía algo enseguida cambiaba de idea, y se pasó la mañana discurriendo sobre cocinar para el almuerzo y dejar la sobra para la cena, hacer lo contrario, seguir haciendo como hasta ahora, cambiar el horario o simplemente dimitir y que yo me encuentre quien me cuide porque ella ya no tiene edad para variar sus rutinas. Al final decidió que en vez de hacer el almuerzo y dejarme la sobra preparada para la cena pasa a hacer la cena y lo que sobra lo come ella en el almuerzo al día siguiente. Y hubo paz.

**********


Estoy rendida. Fusilada, como diría Andy. A las 9 en punto estaba ya con los guantes puestos y no he parado hasta el mediodía. Mis plantas me necesitaban y he cumplido con ellas. Marcelo ha llamado avisándome que hoy viene a cenar con las mellizas, a comer milanesas a la napolitana me dijo, dando por sentado que las prepararé. Mabel no vendrá, en un par de horas viaja a Junín porque mañana operan de la vesícula a su madre y se quedará acompañándola unos días. Las chicas me han pasado por correo las fotos que se sacaron en Iguazú durante la Semana Santa. Están espléndidas. Hay una en la que están los cuatro en el parque del Sheraton, con las cataratas de fondo. Se los ve riendo abrazados, en un derroche de alegría y vitalidad. Voy a pedirle a Marcelo que la amplíe y me la imprima.
Me va a venir bien compartir un rato con mi hijo y mis nietas, será como una ración de familia que hace tiempo no tenía. Aunque yo pensaba ir a ver un espectáculo de teatro "under" en Clásica y Moderna. Es a las 6, me queda muy cerca y seguro termina antes de las 8, pero si tengo que cocinar no podré ir. Además, me gusta quedarme después de la función, a veces se dan charlas muy interesantes, informales, se debaten ideas en torno al argumento, me conecto con gente que vive en otros espacios, con cinturones de plomo diferentes al mío, o quizás sin ellos.
Mientras cortaba con sumo cuidado unas ramas del laurel, pensaba en cómo juega el tiempo con relación a uno. O con uno. Cuando se vive el vértigo de trabajar y criar hijos hay un déficit penoso de horas, de momentos, de días, de vida. De esa vida de verdad que cuesta tanto aprender a vivir, y que fatalmente arroja un saldo de años signados por la satisfacción de lo inmediato. En esa etapa, todos los requerimientos son urgentes, impostergables. Hay una densa maraña de compromisos absolutamente ineludibles que ocupan todos los renglones de la agenda, a los que cada día hay que sumar los imprevistos, las pequeñas catástrofes cotidianas que deben atenderse sí o sí: el calefón roto, el chico que vomita, las reuniones del colegio, el pan que se acabó...Y en esa agenda muere todo lo que se desea hacer y sólo será posible en algún remoto lugar del futuro: cuando se tenga tiempo.
Ese futuro ha llegado para mí. Las traducciones no me insumen más que dos o tres tardes por semana, visito a tía Juana cada quince días, puedo ocuparme serenamente de mi jardín, asisto a las clases de yoga, voy a ver espectáculos, leo, releo, me doy una vuelta por la Clásica cuando me da la gana, recorro sin prisa las librerías de Corrientes...Y sin embargo, algo no termina de funcionar como debe. ¿Qué es lo que anda mal? ¿En que quedó el hambre de hacer cosas que me gustaban, ahora que puedo saciarlo casi como ayer lo deseé hasta la desesperación? Amo todo lo que hago, pero ¿amo lo que soy? Ahora que dispongo de ese capital escurridizo, ahora que es mío y para mí ¿Por qué disfruto apenas, casi lánguidamente? ¿He roto las ataduras que me arrearon a deberes puntillosamente cumplidos, o me aferro a ellas de tal modo que sólo disfruto de lo que debo y no de lo que puedo, libre de una vez a tiempo completo?
Todavía no hago nada para defender este mínimo planeta de vuelos sin horario que me amaso con más vigor que luz. Hoy mismo no iré a Clásica porque Marcelo, sin preguntar si me venía bien, sin pedirme opinión, como si fuera el César de mi aburrida existencia, anunció que vendría a cenar con sus hijas. Y yo, como si viviera esperando que alguien me llame para cumplir debidamente el rol que me asignó el destino, acaté sin chistar. Como cuando perdía el turno en la peluquería porque tenía que ir a buscar a los chicos, como cuando no me compraba ese suéter que tanto necesitaba por pagarles las clases de tennis, como cuando no me tomaba vacaciones porque había que pintar el departamento, o porque se casaba Andrés, o porque Marcelo se había quedado sin trabajo o porque Federico tenía que hacer terapia. Como si el tiempo no hubiera pasado y hoy fuera una copia borroneada del ayer.
Tengo que defenderme, ese es uno de los cambios que indudablemente debo hacer. ¿Quéres venir hoy a cenar, Marcelo? ¡Qué pena! No puedo. Mañana sí, me encantará, no sólo te voy a preparar las milanesas a la napolitana, también el tiramisú que le gusta tanto a las nenas. Bueno, entonces el sábado. ¿No podés? Lo siento. Eso tengo que decir la próxima vez, fresca y natural, sin atisbo de dudas.
¿La próxima vez? En esta época hay que cortarle algunas ramas al laurel para que dé brotes nuevos, frescos y robustos. Con precisión, procurando no herir a la planta más de lo necesario. Y en el tiempo justo. Ahora.
Es entonces ahora, ahora si de verdad me propongo amar lo que soy.
Ya mismo llamo a Marcelo. Hoy voy a la Clásica.

viernes, 19 de junio de 2009

CAPITULO 4




Teresa vino a pasar una semana en casa. Fue una ráfaga de luz y son que barrió las sombras de los rincones y llenó mis días de asombro y alborozo, ahuyentando a los fantasmas de mis muertos y vivos ausentes.

A fuerza de sus continuos viajes de trabajo mi hija tiene la peculiaridad de llegar a un lugar y dar la impresión de que nunca estuvo alejada de allí. Se acomodó en las primicias de su historia personal, con su hábito de quitarse los zapatos al entrar a casa y dejarlos en la entrada, posar el bolso sobre el sofá de la sala, dejar la bufanda en la mesa del comedor, la cámara en alguna silla, las revistas en el suelo, el móvil en la cocina, las gafas en el baño, y luego deslizarse grácil y ligera a través de las habitaciones buscando sus pertenencias, informando a los presentes que perdió las cosas que le son esenciales para vivir, con la consternación que pone en la voz al llamar perdido lo que fue apenas olvidado.

Para recibir a la niña, mi fiel y dedicada Adelina revolucionó la casa con el furor de las grandes limpiezas y llenó la heladera y la alacena con sus comidas y golosinas favoritas. Teresa declaró formalmente que interrumpía sus hábitos vegetarianos y comió asados a morir.

Pensé que iba a estar un poco triste porque acaba de romper con su segundo compañero, pero no parecía demasiado afectada. Dijo que tenía que ser, con los diferentes cauces por donde les corre la vida. "No pueden hacer de cuenta que viven juntas dos personas que se encuentran tres o cuatro veces al año", ponderó. No pude menos que estar de acuerdo. A mí siempre me causó admiración que hubiese durado tantos años, en los cuales ella dio muchas veces la vuelta al mundo y él anduvo por los siete mares fotografiando el medio oceanográfico. No llegué a conocer a Harry, pero pude apreciar la excelencia de su trabajo en los documentales que vi, y reconozco que fue benéfica la influencia que ejerció sobre Teresa, animándola a buscar la maestría técnica y a especializarse en temas definidos, lo que le garantizó los buenos contratos que tiene para hacer reportajes fotográficos sobre la vida salvaje.

No bien llegó a casa le pregunté si iba a llamar a Fernando. Por supuesto lo hizo, y él vino inmediatamente, como siempre sucede. En el fondo cultivo, aunque sin gran convicción, la esperanza de que ella vuelva a Argentina y se case con Fernando que hace diez años la espera. "Se cansará de esa vida que lleva", él me dijo por milésima vez, en un momento en que nos quedamos solos cuando cenábamos en el Pedemonte, uno de los restaurantes preferidos de Teresa.

Le tengo afecto a Fernando porque cuando su romance terminó –o mejor dicho, cuando ella lo dio por terminado– él se mantuvo ligado a nuestra familia, aunque admito que probablemente lo hizo para no perder, él mismo, la esperanza. Recuerdo que cuando su padre vivía, y él podía permitirse una vida de playboy, la seguía por todo el mundo. Después tuvo que hacerse cargo de la hacienda y le dijo que era tiempo de que se casasen y se fuesen a vivir a Entre Ríos. Ella le respondió que era tiempo para que cada uno siguiese su camino.

No obstante, él no desistió de esperarla. Me repite muchas veces que la necesita para tener herederos. Se me ocurre que podría encontrar a otra mujer con más vocación para ello, pero dice que no, que va a constituir familia con Teresa, aunque tenga que esperarla hasta que esté demasiado vieja para andar por el mundo haciendo reportajes. Intenté hacerle ver que a esas alturas ella ya no podrá tener hijos. "Podemos adoptarlos", respondió con la serenidad que le caracteriza. En su lugar no estaría tan confiado, porque Teresa tiene una personalidad extremadamente independiente, con dejos de excentricidad. Cuando supe que había decidido separarse de Fernando, le aconsejé que lo pensase mejor; entonces me preguntó si la veía dedicada a la ganadería bovina. No, no la veía. Pero no se lo dije. La verdad es que me gustaría tenerla cerca y que me diese nietos.


Así que vino Fernando y pasamos una semana recorriendo Buenos Aires como turistas porque Teresa quería ver todo y miraba la ciudad con ojos de quien estuvo fuera durante un tiempo demasiado largo. Fue a través de su mirada que me encontré con un panorama de espacios públicos deteriorados, cables suspendidos, alcantarillas tapadas por la basura, indigentes viviendo en la calle, plazas enrejadas, barrios tradicionales que perdieron sus características, el centro saturado. Me sorprendió constatar a través de la visión ajena lo que al fin y al cabo está delante de mis ojos, y es que siempre miro a Buenos Aires con ojos de enamorado, que son los del alma, y no saben de máculas ni miserias.

Además, Teresa nos arrastró a una serie de eventos, sobre todo en Clásica y Moderna, que siempre fue su librería favorita. Suele decir que la prefiere a las librerías europeas. Acudimos a una muestra de fotografía y a un recital, y a veces sólo a tomar un café y hojear los libros dispuestos sobre las largas mesas de madera antigua.
Fernando aprovechó para comprar docenas de libros que, según dijo mirando hondamente a los ojos de Teresa, va a leer mientras la espera. Me sorprendió agradablemente constatar lo bien que me sentí en aquel ambiente de sofisticada elegancia intelectual, habituado que estaba a pasar apresurado por Plaza Lavalle en busca de algún libro jurídico.
Tal como Gus, Teresa me aconsejó aprovechar los tiempos libres que actualmente transito a tientas para leer las obras cuya lectura tuve que posponer a lo largo de los años. Me percaté de que no sabía elegir mis lecturas, después de haber pasado tanto tiempo alejado de la literatura lúdica. Ariadna se llevó los libros de aventura que había atesorado Eugenia porque también es su género preferido y a mí no me interesa demasiado. Sin embargo, en una de las tardes que pasamos en la Clásica, mi mirada se posó al acaso en un libro de Helene Hanff cuyo argumento conozco por haber visto la película, 84 Charing Cross Road. Recuerdo que en la ocasión me impresionó el personaje femenino, una mujer solitaria, con carácter fuerte, un poco excéntrico, y me agradó la trama sencilla sobre vidas parejas a la del común de los mortales.
Ahora Teresa regresó a su mundo de aeropuertos y selvas hasta no se sabe cuándo y Fernando regresó a su llanura verde donde pastan las vacas, llevando un rimero de libros que le harán más llevadera la espera.

La sensación de desamparo e indiferencia por el mundo se acomodó otra vez en mi existencia. No obstante, le dije a Adelina que volvería a usar el salón del cual me había auto exiliado, y cuyos muebles ella había recubierto con sábanas para conservarlos limpios, lo que le daba un aspecto de casa cuyo dueño se fue de viaje por largo tiempo. Luego de la muerte de Eugenia me refugié en mi pequeño despacho porque echaba de menos sus vestigios en la sala, la manta posada en el brazo del sofá, el libro y las gafas sobre la mesilla, las flores frescas en el jarrón. Ahora volví a la amplia sala decorada con los colores otoñales favoritos de mi mujer, los ocres cálidos, los verdes secos, los amarillos torrados. Me siento en el sofá donde Eugenia solía sentarse para leer, cerca de la ventana. Cuando el silencio me pesa demasiado me arrastro hasta la computadora, con mi vida a cuestas, para hablar conmigo mismo. A veces me interrumpo para mirar a través de la vidriera los colores que abril pone en la Avenida Santa Fe. Afuera también es Otoño.


**********


Las tres de la mañana. Isabel me ha dejado en la puerta de casa hace ya una hora y media, pero ni siquiera me he quitado el maquillaje. No tengo sueño ni ganas de montarle a mi insomnio la escena para empujar su retirada. Detesto la leche tibia, el té de tilo y el baño de inmersión.
En cuanto la vi supe que a Estela le pasaba algo grave. Ya estábamos casi todas en Pedemonte, sólo Mónica y Liliana llegaron después. Y Estela traía una sombra en la mirada que me asustó. Sin embargo, saludó a cada una con naturalidad, sonrió, le dijo a Ester que la veía cada vez más joven, nos avisó que Inés no iba a venir porque acaba de nacer su sexto nieto. Un varón, le pusieron Fidel, pobre chico, comentó riéndose.
Cuando íbamos por el postre lo dijo. Su marido la abandonó hace justo un mes. Sin explicaciones. Sin siquiera decírselo cara a cara. Simplemente se fue, después de cuarenta años de matrimonio aparentemente feliz. Cuarenta años de casados, cinco hijos, doce nietos, y una mujer veinticinco años más joven que, según ella pudo averiguar, hace mucho esperaba que él tomara esa decisión. Una mujer que hace un mes dio a luz un varón. De su marido, claro.
Un llanto silencioso le bajó por las mejillas. Como se llora a un muerto que ha tenido una larguísima agonía, pensé. Lo que se ha perdido y se sabe que no se recuperará.
Isabel dijo enseguida: Es lo mejor que podía haberte sucedido, Estela.
Todas la miramos como reprochándole la inconveniencia, pero ella -sin hacernos el menor caso- se levantó, sacudió su corta y luminosa melena negra, regada por unas cuantas canas que la hacen más fina e inaccesible todavía, y poniendo una mano sobre el hombro de Estela, repitió: Es lo mejor que te podía haber sucedido, te lo aseguro.
No lo creo.
Juraría con la mano sobre la Biblia que Estela conocía esa relación, y que si no la conocía es porque no quiso, pero seguramente el dato estaba instalado entre ella y su marido como una daga clavada en la mesa del desayuno, en las miradas cotidianas, en la cama.
Y ella optó por el armado familiar que empezó a construir con él cuando apenas terminó el secundario y en ello puso todo durante cuarenta años. ¿Fue de verdad necesario, o hubo huecos enormes con sabor a fruta ajada lastimosamente? ¿Eligió o fue elegida por el rutinario engranaje de las noches y los días para desempeñar un papel de mater et magistra, vigoroso al principio, pero después opaco y débil hasta convertirla en una triste nodriza de cartón?
Nunca se quejó con nosotras de la vida que llevaba, al contrario, siempre trajo con ella la alegría de una diosa guardadora del fuego del hogar. Lo tenía todo. Pero a lo largo de los años, Estela nos envidió en más de una ocasión, y en más de una ocasión la envidiamos.
La deslumbraron los éxitos de Isabel en los tribunales, su desparpajo para llamar a la mujer de su ex e indicarle a qué hora debían tomar sus hijos un medicamento cuando pasaban el fin de semana con ellos, o para invitarla a sus cumpleaños, o para fotografiarse con ella en el casamiento de su hija. Le dieron ansias de otra vida mis viajes para ir a congresos o jornadas docentes, o las anécdotas de Liliana sobre sus guardias en pediatría, o la destreza con que Ester maneja su negocio.
Añorábamos su posibilidad de ocuparse solamente de la casa, llevar a los chicos al colegio, ayudarlos con los deberes, disponer de tiempo para compartir con su madre... todo eso que nosotras hacíamos a las apuradas y mal, antes o después de trabajar y trabajar para sobrevivir, para que a nadie le faltara nada, para no quedar en rojo, para ser mujeres independientes. Para vivir sin un hombre que se ocupara de aquello de que debía ocuparse si no hubiéramos sido mujeres solas. Unas por abandono y otras abandonadas. Unas en búsqueda permanente del hombre que nos saciara el hambre de ser mujeres, otras en reclusión obligada por las circunstancias, mujeres para los hijos, negadas al amor.
Pero hoy he visto miedo en su mirada. Un miedo que jamás he visto en ninguna de nosotras.
Se lo dije a Isabel cuando me traía a casa. Es natural –me dijo- vivía en una burbuja, y la burbuja reventó.
Ella acaso ¿no amaba esa burbuja?, le pregunté. Creyó amarla, todavía lo cree, tal vez –respondió Isabel- pero pronto se dará cuenta de que el paraíso existió tan sólo en su imaginación, lo vivido era un purgatorio de medio pelo.
Isabel no vivió en ninguna burbuja. Supo que su marido, en connivencia con un escribano amigo, le había falsificado la firma para hipotecar el departamento, a fin de obtener dinero para poner en marcha una fábrica de perfumes que, por supuesto, quebró. Cuando él regresó a su casa, se encontró con dos valijas listas y una mirada elocuente que lo invitaba a marcharse. Tampoco yo viví en una burbuja. Le pedí a Aníbal que se fuera porque era lo más sano para ambos. Las dos éramos jóvenes y sabíamos ganarnos la vida, y moríamos por mostrarle al mundo que podíamos.
Sobre los sesenta, de aquel armado familiar a Estela ya no le queda más que la casa enorme y desolada. Y los sesenta son un punto crucial en la vida de cualquiera. De los sesenta a los ochenta se forma una persona vieja, dijo una vez alguien que no recuerdo. Esta mujer, abandonada en un territorio en el que fue mujer de un hombre, hacedora de hijos, cuidadora de padres y "regina" ad honorem, tiene dos caminos para elegir. Aprender a ser libre y masticar la libertad hasta encontrar ese yo raquítico que quedó embreado en las sentinas del alma y hacerlo florecer rabiosamente. O aferrarse como una garrapata deslucida a hijos y nietos que no la necesitan, perdiéndose oscuramente en el batido de una torta de chocolate, que los fotogramas de otro tiempo amargarán definitivamente.
No te preocupes, me dijo Isabel cuando bajé del auto. Sobrevivirá, le conviene, agregó con una sonrisa ancha llena de buenos augurios.
Han pasado más de dos horas. Y no se me despega el recuerdo de la primera noche que dormí sin Aníbal.
Cuánto coraje necesité para emerger.

lunes, 15 de junio de 2009

CAPITULO 3




¿Por dónde andará Isabel, con su cuerpo de diosa, sus ojos de bandida, su mente brillante, sus tacones como alfileres, su léxico afilado, sus largas uñas rojas, sus escrúpulos construidos al sabor de las conveniencias? El otro día me di cuenta de que nunca me había preguntado la razón por la cual no hubiera podido vivir con Isabel. No necesitaba preguntármelo: era obvio.
El viaje a Italia sólo volvió más evidente lo que en el fondo siempre supe: yo no aprendí a amar en la bonanza, sólo sé amar en la adversidad. Y no creo que Isabel fuese la compañera para el tipo de hombre en que me torné. Supongo que en mi fuero íntimo ya sabía que con el paso de los años me volvería cada vez más triste y que me sentiría solo aunque Isabel estuviese a mi lado.
Acostumbraba sentirme solo cuando volvía a casa, después de nuestros frecuentes encuentros con los amigos. No es que no me gustase estar entre risas y debates, con la buena comida de los restaurantes que Isabel elegía con instinto de predador, y en donde nos divertíamos o nos enojábamos en las conversaciones que siempre giraban en torno a los meandros de la justicia y las anécdotas a ellos inherentes. Hasta apreciaba bastante a nuestro grupo de compañeros. Debería llamarlos para encontrarnos, hace mucho que me alejé de todos, al fin y al cabo compartimos durante largos años un escenario común en donde nuestras historias personales se enredaban como los hilos de una telaraña. Pero no, no creo que lo haga. Ya no soy quien era y probablemente ellos tampoco sean los mismos.
En esos encuentros sobre todo me gustaba ver a Isabel, en su dialéctica fulgurante, destruyendo impiadosa y sistemáticamente los argumentos que no sirviesen a sus propósitos, con su gesto característico de empujar la cabeza hacia atrás en un movimiento rápido y luego inclinarla mirando al interlocutor fijamente a los ojos, desde un ángulo que hacía que los suyos pareciesen aún más grandes y mortíferos, antes de disparar el navajazo verbal con lo cual aniquilaba al amigo temporaria y gustosamente reducido a la condición de despreciable adversario.
No obstante, al volver a casa tenía la sensación de que había sido un tiempo desperdiciado, que no traía nada conmigo, además del alma vacía.
En los tribunales Isabel era igualmente brillante y feroz. Demasiado, en mi opinión. Cuando ganó aquella acción en que su cliente había sobornado a medio mundo con el fin de conseguir el contrato para construir una autopista, con un presupuesto superior a los de la competencia y, además, con un proyecto que devastaba una área ecológica protegida, le dije que debería avergonzarse de haber ganado. "No juego para perder", me dijo, perentoria. Le hice ver que su éxito se debía a que habían comido todos, políticos, funcionarios de la administración, agentes de la justicia, periodistas. Hizo aquel gesto típico de tironear la cabeza y enseguida inclinarla y fijó los ojos en los míos con la mirada que usaba para matar: "Te digo quién sigue comiendo, a ver si vos te das cuenta de una vez: siguen comiendo las familias de los 800 empleados de la empresa". Así era Isabel. Así es Isabel, pues espero que esté de buena salud y sumando éxitos.
Nuestras discusiones nunca iban demasiado lejos, terminaban siempre en la orilla de la cama donde teníamos un pacto de desvarío y abismo. Nada de lo que nos aislaba se sobreponía al buceo que hacíamos en el cuerpo del otro y de donde, al emerger, ni siquiera el alma traíamos intacta.
Ahora se me ocurre que nunca leí aquel pasaje de Rayuela en que Cortázar creó un lenguaje para los personajes. Isabel me dijo mil veces que lo hiciera para que pudiésemos inventar un vocabulario propio para la cama. "No sé de jerigonzas", le decía. "Vos de lengua lo sabés todo", respondía con una carcajada cristalina e indecente. En verdad, sabía lo que aprendí de ella. Después se ponía circunspecta: "Quiero que me digas que me amás con ese tu modo de decir las cosas". Yo no sabía qué modo era ése. Ella se sentaba en la cama, desnuda y persuasiva, para explicar: "Con esa expresión que hacés siempre que hablás en serio, igual a la que hace Robert de Niro en la conversación con Al Pacino en Heat". Nunca supe cómo era esa expresión que según ella me caracteriza y me hace parecer a Robert de Niro, y sigo sin saberlo. Ni siquiera recuerdo haber visto esa película. Ahora tengo tiempo para leer Rayuela y para ver películas. Ahora que Isabel ya no está tengo tiempo para todo. Y no sé qué hacer con el tiempo.
Recuerdo que cuando viajábamos por las rutas comarcales de la Toscana le dije que cuando me jubilase me gustaría pasar los otoños en esa región. "No vamos a jubilarnos", me dijo. Tanta confianza tenía en nosotros –o en sí misma– que siempre hablaba en plural. Quería que me jubilase con antelación y me fuese a trabajar en su estudio, como si no supiera que nunca resultaría. Afirmaba que por su parte trabajaría hasta la hora de la muerte. "He de morirme en los tribunales, de un ataque cardíaco, en el preciso momento en que el juez abra la boca para pronunciar una sentencia que sea desfavorable a los intereses de mi cliente", decía tirando la cabeza hacia atrás y riéndose con aquella risa sonora y clara que, dependiendo de las circunstancias, deslumbraba a sus interlocutores o les hacía temblar de miedo.
Sin embargo, a medida que recorríamos las carreteras doradas por el sol, bordeadas por bosques, olivos y viñedos, me complacía con la idea de que podría jubilarme y venirme a la Toscana durante algunos meses al año. No para estar en Siena o Florencia, siempre repletas de turistas, sino en uno de los pueblitos de Cinque Terre, o en las más pequeñas villas históricas.
En Montepulciano había una plaza delante del hotel, y solía ver a dos ancianos, un hombre y una mujer que andarían por sus 90 años, siempre sentados en el mismo banco, conversando. El mozo del hotel me dijo que hacía veinte años que se sentaban allí para conversar, todas las mañanas, desde que ambos se habían quedado viudos. Lo que me despertó la risa y la ternura fue lo que me contó enseguida: que aún después de pasar veinte años conversando todos los días, cuando se separaban para irse cada uno a su casa, el signore Francesco siempre le decía a su compañera: “Mañana venga tempranito, signora Marguerita, que tenemos mucho que conversar”.
No creo que pudiese pasar veinte años sentado en un banco de una plaza en la Toscana conversando con Isabel. Pero podría hacerlo con Eugenia, sin sombra de duda.

En esas cosas pensaba esta mañana, mientras hacía mi caminata diaria por Callao y alrededor de la plaza Rodríguez Peña, cuidando de no caer en la tentación de sentarme en uno de sus bancos para alimentar soledades.


**********


Sábado y llueve. Llueve con una tenacidad que me empuja a meterme dentro de mí, como si esa lluvia pareja, cadenciosa e hiriente fuera una legión de soldados minuciosos sitiando mi deseo de salir a la calle en busca de la desmemoria. Sí, ahora que lo pienso me doy cuenta de que muchas veces voy a tomar un café por ahí, o me pierdo en cualquier cine, o visito a la tía Juana, solamente para olvidarme de una realidad que aunque la ame, necesito en ocasiones quitarme de encima por un rato como quien se quita un cinturón de plomo. Respirar en libertad, apropiarme de un paréntesis para la desmesura de dejar el "yo" apaleado y ser yo de verdad, mi yo desnudo y solo, libre.
Libre. Qué hermosa palabra, qué subyugante. En sus cinco letras varea el tiempo sin ayer ni mañana, el espacio sin puntos cardinales. La vida. No la vida de nacer, ir a la escuela, casarse, tener hijos, comprar departamento, arreglar el jardín, asistir a los funerales... nooo. La vida que es volar, proyectar la inteligencia por el camino de los sueños, ser carne que duele, goza, nutre, se descalza, se atreve...
Qué difícil es ser feliz. Qué difícil. Y sin embargo, qué fácil debería ser. Si sólo uno tuviera el coraje de desaprender los preconceptos, los mandatos, las toneladas de sentencias que tienen la osadía de alcanzarnos como flechas, torvamente, bajo la forma de sugerencias solapadas, de palabras de amor nacidas del no-amor y el egoísmo. Y no hay defensa posible, porque llegan un momento antes de que aprendamos a pensar, vienen de aquellos que nos han traído al mundo, o de los que nos enamoramos, o de quienes nos sentimos y somos responsables por haberlos hecho nacer sin que lo pidieran, y encima nos cobran peaje a esos infiernos diminutos hechos de obligaciones y de culpas.
Culpas y obligaciones que se nos enroscan en el día a día como víboras miserables, robándonos eso que hemos perseguido y seguimos persiguiendo y perseguiremos, pero que se nos escapa como un pez de las manos, pringándonos el alma. La felicidad.
Hace unas horas Federico me ha dicho que se va a vivir definitivamente con Pablo, a su atelier. Lo acompañé hasta la puerta de calle y me quedé viendo cómo se alejaba hasta que dobló en Callao hacia Santa Fe, mientras el corazón se me quedaba en el aire, como si hubiera perdido su punto de apoyo. Mañana vendrá a buscar las pocas cosas suyas que todavía tiene aquí. Ya hace tiempo que apenas estaba en casa. Pero a veces tomábamos una copa juntos y escuchábamos a Beethoven hasta la madrugada, o me contaba de su mundo de verdes y de fucsias y yo adivinaba debajo de su piel una masa de angustia que no supe diluir. No siempre el amor sirve. Amar a alguien no implica saber abrir las puertas de su corazón, ni ayudarlo a llevar la mochila del dolor.
Cuando conoció a Pablo quedó fascinado con él, con el ambiente rebosante de arte que había en su atelier, entre pinturas, pinceles y modelos. Con Pablo encuentro inspiración para diseñar mis carteras y cinturones, me dijo. Él vive en el atelier, mamá ¿Te imaginás? Todo el tiempo estamos inmersos en nuestra vocación, rodeados de gente que nos ama, que nos comprende, soñando mundos donde sólo vale la imaginación, la creatividad, el amor.
Hoy se ha ido de casa el último de mis hijos. El que más me duele.
Tiene derecho a vivir como ha elegido.
Sábado y llueve. Torrencialmente. Y ni siquiera este café me salva del vacío.

sábado, 13 de junio de 2009

CAPITULO 2





Había decidido no volver a escribir. Sin embargo hoy regresé del almuerzo en la casa de mi hijo con unas piedras en la memoria. Tal vez sentarme delante de esta pantalla para hablar conmigo mismo sirva como catarsis.
Sucedió que Ann –que después de 16 años en la Argentina pasó a ser Anita– volvió a mencionar mi ida a Europa con Isabel, dos años después de la muerte de Eugenia. "Vos nunca llevaste a tu mujer a Europa", dijo, como si fuese un pecado imperdonable haber ido a Italia con una amante. Tuve ganas de decirle que no la llevé porque tuvimos que mandar a nuestro hijo, y fue gracias a eso que se conocieron. Pero no le dije nada. En algún paso de mi recorrido necesité entrenarme en el menester del silencio y me habitué a callar.

"No se puede callar, hay que luchar por todos los medios, incluso la palabra", decía Gus en la inocencia de sus 17 años, cuando decidí mandarlo a Londres. "No me voy, me quedo y lucho", insistía. Eugenia lloraba pero estaba de acuerdo conmigo. Antes Londres que desaparecido, concordaba.
Yo sabía que Gus no sobreviviría a sus arrebatos revolucionarios. Era demasiado inexperto. El hecho de que a los dieciséis ya fuese alto y robusto como yo y, sobre todo, su agudeza mental, hicieron que procurase la compañía de muchachos mayores. Sus amigos eran universitarios y se enganchó en conspiraciones sin tener la estructura acorde a la dimensión psicológica que aquella batalla requería. Lo mandé a la casa de mi hermana, a quien siempre había reprochado el haberse ido a vivir a Inglaterra siguiendo su adhesión al movimiento hippie en los años 60. Ahora sacaba ventaja de eso. De otro modo no podría haber mantenido a Gus en Londres durante dos años, hasta que se acabó la dictadura, pagando en libras sus estudios y los demás gastos. No con mi sueldo de entonces. Por supuesto, callaba. Era mi manera de luchar: mantener vivo a mi hijo, para que un día volviera entero a un país libre. Porque nunca dudé de que el terror no duraría para siempre. Los argentinos no somos un pueblo que acepte vivir de rodillas.
"Sos un cobarde", me decía, y había odio en sus ojos. Lo metí en un avión y suspiré de alivio. No quería que me apreciara, quería que sobreviviese. Y sin embargo, pienso que se necesitó coraje para engullir el enojo e ir a pedir al hijo de puta de Martínez, un vasallo del régimen, que me consiguiese un puesto para dar clases en la Universidad. Necesitaba aquel dinero. Eugenia hacía milagros con un kilo de carne. Ya no leía por las noches. La veía siempre tejiendo pulóveres y calcetines para mandar a Gus, o cosiendo nuestra ropa para mantenerla presentable. Y no dejaba a Teresa ir sola a ningún lado. Por supuesto, me callaba, enmudecido por la vergüenza y las lágrimas.
Incluso, me hacía el desentendido cuando mis alumnos venían a casa por las noches, con el pretexto de pedirme explicaciones. Querían un lugar para conversar. Si los hubiesen parado en la calle tenían un pretexto. Lo único que hice fue decirles que no se quedasen en el zaguán del edificio al salir. Los dejaba solos en la sala por una hora o dos. Y hacía que no me enteraba de que uno de ellos no era mi alumno. A ése Eugenia siempre le daba un pan con carne, un café con leche. Era evidente que era un fugitivo. Se le notaba en las ropas mal olientes, en los ojos de quien ya se olvidó de cómo es dormir en una cama, en la avidez con que comía. Cierta vez Eugenia me dijo que iba a la Villa 31 a buscar a alguien. No explicó nada, seguro para evitarme preocupaciones. Pensé que iba para contratar a alguna chica de servicio doméstico. Al llegar a casa vi que había una mujer en la cocina, con la expresión desamparada de quien anduvo buscando la esperanza por todas partes sin encontrarla. El chico dormía con el brazo apoyado en la mesa. Tendría unos cinco años como máximo. Después vinieron mis alumnos y también aquel tipo, el melenudo, que se quedó con la mujer y el niño en la cocina. Cuando él se fue llevamos a la mujer y al niño a la villa miseria donde vivían. Más tarde supe que el tipo había sido profesor en la secundaria. Un día el melenudo no vino más. Por la expresión en la cara de sus compañeros deduje que lo habían chupado. Eugenia volvió a la villa para buscar a la mujer, pero se había ido a Tucumán. Supongo que Eugenia hacía esas cosas pensando en su hijo.

Cuando tal vez hubiéramos podido ir a Europa Ann vino a Buenos Aires, se había graduado en Letras y se dio como premio una visita a Gus. Hacía cinco años que se escribían y hablaban por teléfono. Debo decir que nunca creí que aquel romance fuese a resultar. Pero ella no volvió a Inglaterra, deben de haber concluido que no soportarían estar separados. Gus quería desistir de especializarse en psiquiatría, había terminado la carrera y se disponía a ejercer como médico de clínica general en la provincia. El precio que pagué por disuadirlo fue tenerlos viviendo aquí en casa, más a la nena que nació poco tiempo después, y seguir pagando los estudios de ambos hasta que él acabó la especialización y Ann obtuvo la reválida para dar clases de Inglés.

Después sí, podría haber sido. Pero Teresa ya estaba viviendo en Estados Unidos, luchando por conseguir trabajo como fotógrafa en alguna agencia importante, haciendo cursos de especialización, trabajando sin sueldo para componer su currículum. Había que darle una mano. Mereció la pena, consiguió lo que quería.

Todos consiguieron lo que querían. Felizmente pudimos ayudarlos. Era más importante que ir a Europa.
Y finalmente llegó el tiempo en que los hijos se habían encauzado, la vida dejó de ser una batalla, era tiempo de ser alegres y envejecer. Y entonces Eugenia se murió, así de repente, sin otra razón que el hecho de estar viva.

Fue sólo cuando Ariadna se metió con aquel grupo de muchachos de malos hábitos y yo dije a Gus que tal vez estaba siendo demasiado severo en su control y en los castigos que le aplicaba que él me dijo: "Sabés… aquella vez en que te llamé cobarde… yo estaba equivocado, vos estabas en lo cierto. Ahora sé que se precisa más coraje para luchar contra un hijo que para combatir una dictadura".

Si Anita me hubiese preguntado le hubiera dicho que no me arrepentí de ir a Italia con Isabel. Sirvió para enterarnos de que no queríamos vivir juntos. Pero no me preguntó. Ni yo sabría decir por qué llegué a la conclusión de que no hubiera podido vivir con Isabel. Creo que todavía no pensé en el asunto. No interesa. No interesa lo que los demás piensan, no interesa lo que yo pienso. No tengo que justificarme ni siquiera ante mí mismo. Tengo la vida hecha. Y, por lo visto, cerrada.
Lo único que me despertó la atención y me puso a hablar conmigo mismo fue el constatar que de repente una frase me trae un caudal de recuerdos.

**********

Hoy recibí un email de Andrés. Me dice: "Hola, mami ¿cómo estás? Todo bien por aquí. Te quiero mucho. Besos. Andrés". La firma debe ser por si me he olvidado de su nombre. Después de dos meses sin responder ni uno sólo de los mensajes que le mandé me suelta menos de dos líneas como de compromiso. Y ni siquiera me dice si todavía sigue con la novia ecuatoriana que tenía hace un tiempo, ni si la Madonnina sigue siempre dorada y enhiesta en el mismo lugar. Encima, ni le puedo decir a Ester que su querido ahijado es un reverendo desamorado, porque va a contestarme: Tus hijos no son tus hijos sino son hijos de la vida. ¡Las polainas! ¡Son mis hijos! Míos. Y me duelen.
Me duele, sí, que Andrés apenas dé señales de vida desde que se fue. Me duele que nunca haya venido siquiera de vacaciones en diez años, y más me duele que se haya ido de la noche a la mañana abandonando a su mujer y a su hijo, más me duele que casi no se comunique con Andy, que a esta edad necesita como nunca de su padre. Me duele que se parezca tanto a Aníbal.
Marcelo, en cambio, es otra cosa. Anoche estuvimos hablando como dos horas por teléfono. Me contó que esta semana ha comenzado a fabricar, además de los equipos deportivos de siempre, unos jeans negros preciosos. Ha tenido que ampliar el taller y ya tiene tres vendedores que trabajan exclusivamente para él. Sé que a Mabel no le gusta nada que me llame casi todos los días, y él le teme, porque siempre me habla desde su búnker, como dice. Las mellizas se parecen mucho a Mabel, pero son un encanto. Si las veo por la calle quizás no las reconozco: ya van para seis meses que no vienen a casa. Dicen que es por Federico. Aunque Federico no está casi nunca. Federico es como es, pero tampoco es para tanto. Además ¿qué hacer?
Hoy ha sido un buen día después de todo. Me pagaron las traducciones del último mes y al salir de la Dante me crucé con el profesor Girosi.
-Profesora -me dijo- lleva Ud. en los ojos todo el sol de Sicilia.
Tiempo largo que nadie me decía un piropo. El sol de Sicilia...¿será que lo caliento, que todavía puedo calentar a alguien? Por lo visto, el yoga me está haciendo muy bien, me siento más ágil, con otra energía. Me compré un conjunto clásico, de color uva, que me sienta estupendamente. Voy a estrenarlo el jueves, cuando me reúna con las chicas. Uyyy....casi lo olvido. Tengo que avisarle a Isabel que esta vez comemos en Pedemonte.
Cuando salía de Clásica y Moderna vi a Aníbal que pasaba por Callao en su auto nuevo. Marcelo me dijo que ahora tenía un Peugeot negro y lo reconocí. Iba con una rubia a su lado. La vi bien, era muy joven.
¿Por qué será que desde siempre tengo esa sensación ambivalente que me hace añorar que ya no esté conmigo pero también dar gracias a Dios de tenerlo lejos?