sábado, 27 de junio de 2009

CAPITULO 6




Ahora, al mirar el correo abrí un programa de eventos de Clásica y Moderna y bien que lo hice: esta tarde iré a ver un espectáculo, de esos que llaman teatro under. Vi El Precio hace muchos años y se me quedó grabada la destreza con que Arthur Miller coloca a los personajes en una situación de conflicto, haciendo que se asome lo peor de cada uno cuando las verdades individuales son puestas al desnudo. Me pregunto si existirá alguien que al mirar su pasado se sienta plenamente gratificado con el panorama. Pienso que todos, sin excepción, tenemos asignaturas pendientes en el ajuste de cuentas con nuestra historia personal. Nunca podemos saber si nuestras elecciones fueron acertadas porque desconocemos cómo nos habría corrido la vida si hubiesen sido diferentes. Asumiendo que uno tenga opciones, lo que a veces no sucede.
Si me pusiese a observarme en el pasado, seguramente nunca más dormiría. Tantas fueron las situaciones de angustia que tuve que sobrellevar, tantas fueron las veces en que deseé dejar mi profesión y dedicarme a tareas que no dependiesen de mi capacidad de análisis y evaluación. Aunque uno no se arrepienta de las decisiones tomadas sabe que muchas veces si hubiese previsto sus consecuencias no las hubiera adoptado. Pero sólo lo sabe después, cuando es demasiado tarde. Como en el caso de aquel tipo, Moreno. Nunca se me olvidará su nombre. Pretendía la guarda de la hija y adjudiqué la patria potestad a la madre. Si volviese atrás, sin saber lo que sucedió después, seguramente mi sentencia sería la misma, el individuo era alcohólico, con un temperamento inestable y conflictivo, aunque fuese buen mecánico no paraba en ningún empleo, y la madre de la niña era quien, al fin y al cabo, garantizaba con su humilde trabajo como doméstica la estabilidad, aunque precaria, de la familia. Si supiera que iba a matar a ambas y enseguida suicidarse seguramente mi sentencia habría sido diferente. Alguien dijo que es una suerte que no podamos conocer el futuro. Pienso que es una suerte que podamos olvidar el pasado. El hombre no sobreviviría como especie si no tuviese la capacidad de olvidar.
Bien, me detuve en divagaciones cuando en verdad abrí este documento para el registro solemne de lo que prometí a Ariadna: todas las noches al acostarme debo cerrar los ojos y visualizarla dentro de una pirámide luminosa y translúcida. Fue lo que me recomendó que hiciese luego de informarme su reciente interés por la Meditación Transcendental, con el pedido de que lo apuntase para no olvidarme de practicar el rito todas las noches. Se lo prometí y lo cumplo. Si me muero y viene a leer mis notas, se enterará de que el abuelo la tomaba en serio. Y, además, le obedecía. Cuando me reí preguntó si no me agradaba la idea de pensarla en estado de gracia, envuelta por una pirámide translúcida. Por supuesto que me agrada, niña, por supuesto que sí.


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Dos veces en mi vida estuve a punto de darle a Marcelo una buena bofetada. La primera fue hace unos tres años, cuando le pedí que intentara acercarse a Federico, ejercer de hermano, y me contestó de un modo que no quiero siquiera recordar. La segunda fue anoche. Después de cenar y mientras las nenas miraban por enésima vez la película que trajeron de Iguazú, nos sentamos a charlar los dos en el living, a hablar de nuestras cosas. Marcelo es el único de mis hijos que sabe leerme. Le basta una mirada para descifrar cada una de mis luces y mis sombras, cada hondonada, cada cumbre, cada meseta. No terminás de estar bien, me dijo con una sonrisa dulce que me arrebató el corazón. Le conté que estaba tratando de recomponer mi planeta un tanto descarriado, despejando incógnitas, alisando el terreno del hangar de mis sueños. Y fue entonces cuando lo soltó: tenés que buscarte un novio, mamá. Me explotó el cerebro. En ese mismo instante me atravesaron al galope los fotogramas del día en que preparé chocolate con churros, senté a los tres a la mesa y les expliqué que su padre ya no viviría con nosotros. Andrés se quedó muy serio, sólo me miraba sin hablar. Federico a mi lado se puso a llorar y me abrazó poniendo su cabecita en mi falda. Marcelo se agarró la cabeza apoyando los codos sobre la mesa, como si quisiera desaparecer. Les dije que todo estaría bien, que papá seguiría siendo papá aunque no lo vieran todas las noches, que no les iba a faltar el amor de ninguno de los dos, y que como estar juntos no nos hacía bien, seguramente seríamos mejores padres y ellos se beneficiarían con eso. Marcelo levantó la cabeza y dijo: bueno, si es lo mejor sí, pero prometeme que no nos vas a traer otro papá a casa. Ni vas a tener novio. Lo miré sorprendida y entonces Marcelo agregó: Prometelo mamá. ¿No Andy, no que no queremos? dijo mirando a su hermano mayor. Y yo les prometí. A Marcelo, que había formulado la moción. A Andrés, que con su silencio asentía. Y hasta a Federico, que dejó de llorar y me miraba fijo con sus enormes ojos castaños todavía mojados. Sin embargo, nada dijeron cuando seis meses después Aníbal les presentó a su nueva mujer. Y como correspondía, los ayudé a aceptar esa parte de la vida de su padre con naturalidad.
Y ahora Marcelo me vino a provocar alegremente, con un tono de voz concesivo como si me hubiera notificado que se levantó la interdicción, que ya mis hijos me devuelven la palabra empeñada. Por favor.
Mi mano crispada me hizo saber con cuántos voltios me había llegado su recomendación.
Fui a la cocina a servirme otro café, y recordé un comentario que hizo alguien en la Clásica, después de la función. Las debilidades humanas emergen en situaciones de conflicto, dijo. Y otro replicó que, de ser así, los individuos que rehuyen esas situaciones deben desarrollar seguramente sólidos mecanismos de defensa. Si el debate fuera mañana yo podría agregar que aún no rehuyéndolas sino enfrentándolas a pie firme, uno puede armarse un aceitado mecanismo para abortar debilidades. Como la de darle una bofetada a un hijo y hacerse el coraje de recibirla uno en su propio corazón. ¿Qué culpa tiene un chico de ser egoísta? ¿Qué culpa tiene un hombre de seguir siéndolo, cuando es connatural con el género el egoísmo fino, destilado, que los hace privilegiarse sin margen de error, a destajo y sin concesiones? ¿Y qué culpa tiene Marcelo de que su madre haya aceptado una clausura de acerada transparencia? O lo peor: ¿qué culpa tiene de que aún hoy aflore de su subconciente la angustiosa necesidad de que le concedan los permisos para vivir?






2 comentarios:

  1. Un saludo desde el otro lado del mar, mientras las letras se cuelan entre facturas y papeles de dudoso valor. Una linda forma de aliviar la tarea, que os tengo que agradecer.

    Bicos

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  2. Nosotras te agradecemos a ti el lugar que le haces a estas letras entre tus facturas y papeles.

    Un abrazo

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