sábado, 8 de agosto de 2009

CAPITULO 18




Recién llegué del fin de semana con Marta y vengo a escribir por pura necesidad de verter en la página esa sensación de calidez que me acuna el corazón, ese alborozo de la mente donde aletean, alegres e inquietas, las evocaciones de los últimos días.
¿Qué he de decir? ¿Qué cosas se dice uno cuando quiere ordenar los júbilos del alma, ponerles nombre, acomodarlos en un lugar preciso de la existencia donde pueda ir a buscarlos cuando los necesite?
Empiezo por reconocer que en esos días pasados en Cataratas de Iguazú me sentí pequeño y humilde frente a la grandiosidad de la naturaleza y a la magnitud de los sentimientos que me avasallaban. Así debe ser el amor, supongo: majestuoso, solemne, un imponente caudal de regocijo. Enmarañado en esta exultación de amar y sentirme amado, me noto exageradamente romántico y me siento un poco ridículo, pero encuentro justificación para ello: estaba desacostumbrado a ser feliz.
Un atardecer en que bajé antes que Marta y la esperaba en el bar, el empleado vino a atenderme y le respondí "Espero a mi mujer". Enseguida me sentí contento por haber dicho eso. Mi mujer. Es así que la pienso, es así que la siento desde que trillamos todos los caminos de nuestros cuerpos por conocernos, encontrarnos, descubrirnos. Y cuando habíamos develado los misterios de todas las encrucijadas de nuestra intimidad, nos inventamos de nuevo y renacimos inocentes y alegres de la celebración de la fiesta de amar.
Más que nunca me doy cuenta de cuánto me pesaba la soledad. Al morirse Eugenia sufrí como un desgraciado, sin embargo tenía que seguir respondiendo por mis cometidos, y el trabajo ocupaba mis pensamientos durante parte del tiempo. Además, quería mostrarme fuerte por dar a los hijos el ejemplo de cómo se enfrentan las adversidades. Después, cuando terminó mi relación con Isabel, volví a sentirme solo pero esa sensación era minimizada por un sentimiento de libertad que me resultaba placentero. Fue cuando me jubilé que miré a mi alrededor y me vi solo, miré hacia dentro de mí mismo y me reconocí desamparado.
De repente, como un milagro que no nos atrevemos a esperar, Marta llegó a mi vida, en el momento preciso, de la manera cierta, hecha de mi costilla. Mi mujer.
No le hablé de mis sentimientos, aunque no hice nada por esconder la conmoción que se alberga en mis sentidos desde que nos conocimos. No quise permitir que el entusiasmo que tenía me llevase a tomar actitudes precipitadas que le dieran la idea de que soy un hombre insensato e impulsivo en sus juicios y decisiones. Porque no lo soy y no quiero transmitir ninguna impresión que no sea absolutamente verdadera respecto de mi persona. Debemos querernos por lo que somos, ni uno ni otro tenemos edad para tropiezos en las piedras de la sinrazón. No hace mucho que nos conocemos y la experiencia aconseja discurrir con calma los caminos del presente para pisar en suelo firme en los del porvenir. Sin embargo, en mis adentros, pienso que existe un futuro para ambos.
Ahora que lo pienso mejor y puedo meditarlo, creo que debo hablar con Marta sobre nuestro futuro. No hay razón para retardar una conversación que probablemente nos tomará tiempo hasta alcanzar la convergencia de intereses que nos permitirá decidir si queremos envejecer juntos.
Mañana la llamaré tempranito y, si está disponible, por la tarde voy a buscarla para un paseo en el parque Lezama que debe de estar hermoso en este final de otoño. Quiero que caminemos juntos, tomados de la mano, conversando sobre nuestra vida de ahora en adelante, puesto que del pasado ya nos contamos casi todo y ambos sabemos de nuestras vidas pretéritas lo que merece la pena retener y lo que hay que olvidar.
Le diré que por mi parte estoy disponible para empezar a delinear los planes para nuestro futuro en común. Bien sé que a las mujeres esas cosas les producen una tremenda confusión, se preocupan por los aspectos materiales –y felizmente que lo hacen- y se sienten en la obligación de componer todos los detalles del escenario de una vida de a dos. Imagino que tardará meses en decidir dónde iremos a vivir, si en su casa o en la mía, o si al contrario elegiremos un lugar nuevo, a la medida de nuestras necesidades y conveniencias. Por mí, lo que decida estará bien, pero no se lo diré con antelación por no privarme del placer de escucharla tejiendo consideraciones sobre las ventajas y desventajas de una u otra hipótesis. Me encantará oírla ponderar, pesar los argumentos, analizar las probabilidades, medir las conveniencias y concluir aquello que –si mi intuición no me falla– ambos sabemos: estaremos bien si estamos juntos.
Lo que sí debo proponerle –y que no se me olvide– es que pasemos los otoños en Toscana. Ya sé que intentará convencerme de alternar con viajes a Sicilia. Bien, Marta, bien. Iré adonde sea, si vas conmigo. Estaré donde estés y nuestros pasos verán juntos todos los caminos. Todavía tenemos un largo recorrido para dejar la impronta de nuestras huellas lado a lado.
Eso le diré mañana en el Parque Lezama, con la ciudad de Buenos Aires como testigo. Y se lo diré en latín para que tenga la solemnidad de una boda: Ubi tu Gaia ego Gaius.

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Han sido cuatro días maravillosos. Sí, sencillamente maravillosos. Un paraíso de amor interminable en un paisaje de abrumadora belleza.
La felicidad me ocupa totalmente. Una felicidad clara y diáfana que lleva el nombre de Gustavo.
Todo fluyó con naturalidad, con tal correspondencia de miradas, sentimientos, reacciones y ansiedades, que parecía que esas horas hubieran sido pensadas para que las viviéramos desde el momento mismo en que fuimos creados hombre y mujer. Apenas llegamos, salimos al balcón del cuarto para disfrutar del espéctaculo que la naturaleza nos regalaba, esa vista que nos golpeaba los ojos: las cataratas parecían darnos la bienvenida con el amable rugido de sus aguas cayendo furiosamente para romperse en millones de líquidos diamantes.
Gustavo me abrazó y en ese instante mis dudas y temores se diluyeron en una fiesta desbordada del corazón y los sentidos.
Cuánto de él y de mí he aprendido en estos días. Conocía a Gustavo y lo quería por su integridad de hombre, por su sosegada manera de ver y analizar los problemas fundamentales de la vida que me da tanta paz, tanta serenidad. Admiraba ese caudal de conocimientos que sabe emplear con delicadeza y sabiduría, su coraje para afrontar la soledad, mantenerse erguido ante las calamidades que le ha tocado vivir. Me gustaba su manera de tomar una copa para beber, la expresión de su rostro cuando escucha mis largos razonamientos, hasta cómo se sienta y cómo se pone de pie, Y sabía del goce de la piel a su contacto, del eléctrico ardor que sublevaba mi carne al roce de sus labios.
Pero la intimidad de los cuerpos me ha permitido descubrir una dimensión diferente de Gustavo, una parcela profunda de su alma que se abrió a mi corazón solamente al trasponer las fronteras del sexo.
Creo que a él le sucedió lo mismo, porque los dos llevábamos en la mirada ese brillo que enciende el placer de arribar a las playas más remotas del amor.
Todo ahora es completo, todo es redondo. Hemos llegado a ese punto del otro donde el otro se termina y empieza uno mismo.
Pronto tendré que decírselo a los chicos, porque igual lo sabrán por mi risa, por mi voz, por mis ganas.
Marcelo acaba de llamarme y me dijo: Qué bien te sentaron esos días en Tortu, mami. Tendrías que ir más seguido.
No pude hacer otra cosa que reírme y cambiar de tema. Y es lo que hago desde que llegué: reírme, sonreír, tener a Gustavo en mi cabeza y en mis cosas. Ni siquiera abrí la valija.
Isabel regresa el viernes de París. Su hija ha levantado mis mensajes y me ha dejado uno suyo diciéndome que su madre ha hecho un viaje relámpago aprovechando un pasaje, gentileza de la línea aérea que asesora. ¿Se habrá llevado algún galán? Cuando le cuente lo mío se va a quedar con la boca abierta, o se reirá como una loca.
Tal vez invite a todas las chicas a almorzar el domingo. Gustavo va a la casa de su hijo de modo que estaré libre. Ahora le escribiré a Andrés para decirle que estoy de regreso y lo he pasado bomba en la quinta de Ester. Y que su hijo es un sol: por lo que he visto ha venido a regar las plantas y a arreglar el estante de la alacena que estaba roto.
La vida es hermosa. Sé que los años que me quedan los viviré de la mano de Gustavo. ¿Qué mayor gloria?

2 comentarios:

  1. Muy interesante este proyecto. Ni idea como se las apanian, pero muy hermosa la coneccion que tienen.

    Gusto y saludos, muniecas!

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  2. El gusto es nuestro de tenerte aquí, Orietta.

    Nuestro saludo afectuoso.

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