sábado, 13 de junio de 2009

CAPITULO 2





Había decidido no volver a escribir. Sin embargo hoy regresé del almuerzo en la casa de mi hijo con unas piedras en la memoria. Tal vez sentarme delante de esta pantalla para hablar conmigo mismo sirva como catarsis.
Sucedió que Ann –que después de 16 años en la Argentina pasó a ser Anita– volvió a mencionar mi ida a Europa con Isabel, dos años después de la muerte de Eugenia. "Vos nunca llevaste a tu mujer a Europa", dijo, como si fuese un pecado imperdonable haber ido a Italia con una amante. Tuve ganas de decirle que no la llevé porque tuvimos que mandar a nuestro hijo, y fue gracias a eso que se conocieron. Pero no le dije nada. En algún paso de mi recorrido necesité entrenarme en el menester del silencio y me habitué a callar.

"No se puede callar, hay que luchar por todos los medios, incluso la palabra", decía Gus en la inocencia de sus 17 años, cuando decidí mandarlo a Londres. "No me voy, me quedo y lucho", insistía. Eugenia lloraba pero estaba de acuerdo conmigo. Antes Londres que desaparecido, concordaba.
Yo sabía que Gus no sobreviviría a sus arrebatos revolucionarios. Era demasiado inexperto. El hecho de que a los dieciséis ya fuese alto y robusto como yo y, sobre todo, su agudeza mental, hicieron que procurase la compañía de muchachos mayores. Sus amigos eran universitarios y se enganchó en conspiraciones sin tener la estructura acorde a la dimensión psicológica que aquella batalla requería. Lo mandé a la casa de mi hermana, a quien siempre había reprochado el haberse ido a vivir a Inglaterra siguiendo su adhesión al movimiento hippie en los años 60. Ahora sacaba ventaja de eso. De otro modo no podría haber mantenido a Gus en Londres durante dos años, hasta que se acabó la dictadura, pagando en libras sus estudios y los demás gastos. No con mi sueldo de entonces. Por supuesto, callaba. Era mi manera de luchar: mantener vivo a mi hijo, para que un día volviera entero a un país libre. Porque nunca dudé de que el terror no duraría para siempre. Los argentinos no somos un pueblo que acepte vivir de rodillas.
"Sos un cobarde", me decía, y había odio en sus ojos. Lo metí en un avión y suspiré de alivio. No quería que me apreciara, quería que sobreviviese. Y sin embargo, pienso que se necesitó coraje para engullir el enojo e ir a pedir al hijo de puta de Martínez, un vasallo del régimen, que me consiguiese un puesto para dar clases en la Universidad. Necesitaba aquel dinero. Eugenia hacía milagros con un kilo de carne. Ya no leía por las noches. La veía siempre tejiendo pulóveres y calcetines para mandar a Gus, o cosiendo nuestra ropa para mantenerla presentable. Y no dejaba a Teresa ir sola a ningún lado. Por supuesto, me callaba, enmudecido por la vergüenza y las lágrimas.
Incluso, me hacía el desentendido cuando mis alumnos venían a casa por las noches, con el pretexto de pedirme explicaciones. Querían un lugar para conversar. Si los hubiesen parado en la calle tenían un pretexto. Lo único que hice fue decirles que no se quedasen en el zaguán del edificio al salir. Los dejaba solos en la sala por una hora o dos. Y hacía que no me enteraba de que uno de ellos no era mi alumno. A ése Eugenia siempre le daba un pan con carne, un café con leche. Era evidente que era un fugitivo. Se le notaba en las ropas mal olientes, en los ojos de quien ya se olvidó de cómo es dormir en una cama, en la avidez con que comía. Cierta vez Eugenia me dijo que iba a la Villa 31 a buscar a alguien. No explicó nada, seguro para evitarme preocupaciones. Pensé que iba para contratar a alguna chica de servicio doméstico. Al llegar a casa vi que había una mujer en la cocina, con la expresión desamparada de quien anduvo buscando la esperanza por todas partes sin encontrarla. El chico dormía con el brazo apoyado en la mesa. Tendría unos cinco años como máximo. Después vinieron mis alumnos y también aquel tipo, el melenudo, que se quedó con la mujer y el niño en la cocina. Cuando él se fue llevamos a la mujer y al niño a la villa miseria donde vivían. Más tarde supe que el tipo había sido profesor en la secundaria. Un día el melenudo no vino más. Por la expresión en la cara de sus compañeros deduje que lo habían chupado. Eugenia volvió a la villa para buscar a la mujer, pero se había ido a Tucumán. Supongo que Eugenia hacía esas cosas pensando en su hijo.

Cuando tal vez hubiéramos podido ir a Europa Ann vino a Buenos Aires, se había graduado en Letras y se dio como premio una visita a Gus. Hacía cinco años que se escribían y hablaban por teléfono. Debo decir que nunca creí que aquel romance fuese a resultar. Pero ella no volvió a Inglaterra, deben de haber concluido que no soportarían estar separados. Gus quería desistir de especializarse en psiquiatría, había terminado la carrera y se disponía a ejercer como médico de clínica general en la provincia. El precio que pagué por disuadirlo fue tenerlos viviendo aquí en casa, más a la nena que nació poco tiempo después, y seguir pagando los estudios de ambos hasta que él acabó la especialización y Ann obtuvo la reválida para dar clases de Inglés.

Después sí, podría haber sido. Pero Teresa ya estaba viviendo en Estados Unidos, luchando por conseguir trabajo como fotógrafa en alguna agencia importante, haciendo cursos de especialización, trabajando sin sueldo para componer su currículum. Había que darle una mano. Mereció la pena, consiguió lo que quería.

Todos consiguieron lo que querían. Felizmente pudimos ayudarlos. Era más importante que ir a Europa.
Y finalmente llegó el tiempo en que los hijos se habían encauzado, la vida dejó de ser una batalla, era tiempo de ser alegres y envejecer. Y entonces Eugenia se murió, así de repente, sin otra razón que el hecho de estar viva.

Fue sólo cuando Ariadna se metió con aquel grupo de muchachos de malos hábitos y yo dije a Gus que tal vez estaba siendo demasiado severo en su control y en los castigos que le aplicaba que él me dijo: "Sabés… aquella vez en que te llamé cobarde… yo estaba equivocado, vos estabas en lo cierto. Ahora sé que se precisa más coraje para luchar contra un hijo que para combatir una dictadura".

Si Anita me hubiese preguntado le hubiera dicho que no me arrepentí de ir a Italia con Isabel. Sirvió para enterarnos de que no queríamos vivir juntos. Pero no me preguntó. Ni yo sabría decir por qué llegué a la conclusión de que no hubiera podido vivir con Isabel. Creo que todavía no pensé en el asunto. No interesa. No interesa lo que los demás piensan, no interesa lo que yo pienso. No tengo que justificarme ni siquiera ante mí mismo. Tengo la vida hecha. Y, por lo visto, cerrada.
Lo único que me despertó la atención y me puso a hablar conmigo mismo fue el constatar que de repente una frase me trae un caudal de recuerdos.

**********

Hoy recibí un email de Andrés. Me dice: "Hola, mami ¿cómo estás? Todo bien por aquí. Te quiero mucho. Besos. Andrés". La firma debe ser por si me he olvidado de su nombre. Después de dos meses sin responder ni uno sólo de los mensajes que le mandé me suelta menos de dos líneas como de compromiso. Y ni siquiera me dice si todavía sigue con la novia ecuatoriana que tenía hace un tiempo, ni si la Madonnina sigue siempre dorada y enhiesta en el mismo lugar. Encima, ni le puedo decir a Ester que su querido ahijado es un reverendo desamorado, porque va a contestarme: Tus hijos no son tus hijos sino son hijos de la vida. ¡Las polainas! ¡Son mis hijos! Míos. Y me duelen.
Me duele, sí, que Andrés apenas dé señales de vida desde que se fue. Me duele que nunca haya venido siquiera de vacaciones en diez años, y más me duele que se haya ido de la noche a la mañana abandonando a su mujer y a su hijo, más me duele que casi no se comunique con Andy, que a esta edad necesita como nunca de su padre. Me duele que se parezca tanto a Aníbal.
Marcelo, en cambio, es otra cosa. Anoche estuvimos hablando como dos horas por teléfono. Me contó que esta semana ha comenzado a fabricar, además de los equipos deportivos de siempre, unos jeans negros preciosos. Ha tenido que ampliar el taller y ya tiene tres vendedores que trabajan exclusivamente para él. Sé que a Mabel no le gusta nada que me llame casi todos los días, y él le teme, porque siempre me habla desde su búnker, como dice. Las mellizas se parecen mucho a Mabel, pero son un encanto. Si las veo por la calle quizás no las reconozco: ya van para seis meses que no vienen a casa. Dicen que es por Federico. Aunque Federico no está casi nunca. Federico es como es, pero tampoco es para tanto. Además ¿qué hacer?
Hoy ha sido un buen día después de todo. Me pagaron las traducciones del último mes y al salir de la Dante me crucé con el profesor Girosi.
-Profesora -me dijo- lleva Ud. en los ojos todo el sol de Sicilia.
Tiempo largo que nadie me decía un piropo. El sol de Sicilia...¿será que lo caliento, que todavía puedo calentar a alguien? Por lo visto, el yoga me está haciendo muy bien, me siento más ágil, con otra energía. Me compré un conjunto clásico, de color uva, que me sienta estupendamente. Voy a estrenarlo el jueves, cuando me reúna con las chicas. Uyyy....casi lo olvido. Tengo que avisarle a Isabel que esta vez comemos en Pedemonte.
Cuando salía de Clásica y Moderna vi a Aníbal que pasaba por Callao en su auto nuevo. Marcelo me dijo que ahora tenía un Peugeot negro y lo reconocí. Iba con una rubia a su lado. La vi bien, era muy joven.
¿Por qué será que desde siempre tengo esa sensación ambivalente que me hace añorar que ya no esté conmigo pero también dar gracias a Dios de tenerlo lejos?



2 comentarios:

  1. No sé quien, es quién de las dos, pero me encanta leer vuestros escritos.

    Gracias; Besitos niñas

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  2. Gracias a ti, Silencios. Ya develaremos quién es quién.

    Besos.

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